lunes, 25 de mayo de 2009

Varanasi, ciudad oscura


 Una de las múltiples que la humanidad tiene por ciudades sagradas –Jerusalén, La Meca, El Vaticano o Las Vegas-, Vanarasi confirma la frase de Marx de que lo que una vez fue drama, regresa revestido de farsa.
Lo que una vez purificaba con las aguas juguetonas bajadas del Himalaya, hoy empercude hasta las almas más negras y encallecidas.

De las tres veces que el viajero ha estado en Varanasi o Benarés, la de los tres ríos, esta le ha parecido la más aviesa. La ciudad hindú, con un 32% de musulmanes, se le aparecía entre un sucio amanecer que prometía 45º a las sombras escasas de los vericuetos, reflejando en un espejo trucado lo se que se atisbaba en el fondo de la caverna cuando las luces de la hoguera jugueteaban con los miedos más ancestrales que seres difícilmente humanos aún, en una época muy, muy lejana, no querían volverse para ver.

La primera vez el viajero sintió un asombro genuino y un estremecimiento sincero, colgados de sus treinta escasos años. Los delfines negros que jugueteaban con el cadáver de un niño no cremado, –demasiado joven para merecer la purificación de la hoguera-, la estulticia de un ejecutivo que parecía un vendedor de seguros del grupo Ocaso y se lavaba los dientes con parsimonia al lado del muchacho que aseaba primorosamente a una vaca, el olor insinuante a cadáver rancio que caía de unas angarillas cubiertas de andrajos, la fe recién conversa de los post hippies que se lavaban al lado de un emisario que vertía al río con la dignidad y el aburrimiento perverso de un funcionario municipal las aguas negrísimas de la vetusta ciudad en que predicó por vez primera Buda, la pejiguera del barquero empeñado en vender una alfombra a quien la mochila no le pesaba ni cinco kilos… Todo ello más el sol de las ocho en punto de la mañana hizo que el viajero recorriera al trote la ribera, camino de su hotelito en busca de una baraja y un librillo para ahogar la espera del autobús que le subiera a Nepal y le alejara por unos años de tanto olor a muerte miserable.

La segunda vez fue más amable porque el viajero era más viejo, los delfines se habían extinguido hartos de comer cadáveres con tan mala bebida de acompañamiento, el barquero no vendía nada por miedo a la mirada de piedra del guía -estudiante de filosofía-, la noche anterior los brahmanes habían bailado con cierta gracia las oraciones en honor al falo enorme de Shiva, a su linga negra, el candor de la mirada del sadhu desnudo desarmaba, y el viajero ya había olido el aroma a muerto de cadáveres más cercanos, igualmente cremados, pero a resguardo de la mirada de turistas ansiosos de captar no se sabe qué resquicio mágico, qué chispa de eternidad, en su tránsito hacia la nada.

La tercera vez, -y la última se jura el viajero no muy convencido-, el Ganges levantaba olas de mentirijillas, encrespado por un viento de oriente; los niños, de vacaciones por los durísimos calores de mayo, aprendían a nadar entre risas, y dos indios gordos jugaban entre las aguas pasándose una pelota de volleyball. Solo un aprendiz de gurú, disfrazado de cienciólogo arrepentido, miraba hacia el sitio donde debería aparecer el sol, mientras hacía como que meditaba sobre el más allá, que se encontraba en el horizonte, en Calcuta, donde los comunistas estaban a punto de perder su hegemonía de muchos años en las elecciones en curso.

Sin embargo, el paseo por las calles desiertas de turistas en su sano juicio, los templos caseros con sus imágenes teñidas de pinturas de guerra compradas en un todoacien, la grisura de un amanecer rencoroso, la mirada turbia de las vacas que se guarecían en los zaguanes de las estrechísimas casas, el color ceniciento del lassi casero que intentaba vender en un cubo una viejecilla impasible, el ejército custodiando la mezquita levantada sobre el viejo templo de Shiva, el Templo Dorado del mismísimo Shiva unos metros más adelante, el olor a cabello quemado del cráneo del muerto que crepitaba en la pira, los bostezos de los francotiradores apostados en los
tejados y la mirada perdida, borracha de sueño y sándalo, del primogénito de cabeza recién rapada, duelista a la fuerza, consiguieron que el viajero apretara el paso y afilara la mirada mientras se prometía no volver a una ciudad sagrada hasta que no fuera convenientemente desacralizada, oreada y tendida a un sol más clemente, que permitiera crecer una hierba menos amarga.

alfonso, Varanasi 1988-2009

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian