lunes, 10 de agosto de 2015

Isaba, donde pasa el tren del viento

El valle encantado de Belagoa

El muchacho, joven estudiante de sociología de apenas 18 años, se dirigió a la estación de autobuses de Santander para coger el que le llevaría, casi sin paradas intermedias, hasta San Sebastián. Allí pasaba el verano Javier, compañero de facultad, donostiarra, algo depresivo, rebotado de varias carreras que también había acabado en el campus cutre de San Blas, en un intento del gobierno, en aquel entonces franquista en estado químicamente puro, para descongestionar de rojos el Paraninfo y las traseras de lo que luego, con el franquismo algo más entibiado, sería el Palacio de la Moncloa.

Al llegar a la elegantísima ciudad de la concha pluscuamperfecta llamó por teléfono y su amigo bajó desde el Boulevard a recogerle, ya en plena tarde, y enseñarle brevemente el Barrio Viejo, tomar unas cervezas y anunciar que su madre estaba fuera, una farmacéutica con botica propia en lo mejor de la ciudad, recién separada en una época en que divorciarse sólo salía en las películas de Arte y Ensayo y que llevaba mal su condición, la tristeza perenne de su hijo y su afición por atracar determinados estantes de la tienda de su madre.

Chispeaba y casi atardecía sobre el diminuto puerto pesquero cuando sus pasos les llevaron a enfilar hacia el piso donde pasar la noche antes de continuar hasta Pamplona y luego Isaba, un pueblo de montaña donde decían que se comían las mejores migas de pastor de toda Navarra, las vacas subían hasta los 1000 metros por no se sabe qué tributos y qué promesas mentidas, algunos hablaban en voz baja en vascuence y se podían coger truchas casi a mano en algunas de las torrenteras del valle. Y donde pasaba las vacaciones en familia la novia informal del viajero, o como diablos se calificara entonces a esas leves relaciones de adolescentes un poco afiebrados por la vida.

Compraron unas cervezas de litro y unas patatas de fábrica local y una vez instalados en el salón de la madre ausente, Javier empezó a poner discos de Leonard Cohen, a los que se habían aficionado en virtud de otro estudiante, también judío, mujeriego y mal cantante  como el propio canadiense. Al cabo de un rato iniciaron una conversación que quería ser intrascendente sobre Susana, nuestra común Susanita, esa que había mandado dos postales idénticas a los dos amigos, con el mismo texto, “sigo muerta”, y sobre Ramón, el que luego fuera bajo de Los Secretos, dueño por siempre de flequillo country y cara de niño.

También charlaron sobre las asignaturas pendientes, el estado de la Revolución en la que creían factible aproximadamente el diez por ciento sumado de ambos aunque siguiera siendo obligatoria y la experiencia pasada juntos de dos días detenidos en los calabozos de la DGS de Sol y la subida con la Estupa a Peguerinos donde el viajero había compartido un plato de callos con los policías tras comprobar estos que allí no había más que unos rojos jóvenes, ingenuos y borrachuzos de alcohol patrio y no una banda de traficantes de hachish. Así fueron alternando los temas con algo de quincalla sentimental de la mejor especie y en vista de que el cansancio y el sopor aumentaban y los temas decaían, Javier bajó a la farmacia, de la que tenía llave, a buscar un buen puñado de anfetaminas y un repelente para mosquitos que pensaba que su amigo iba a necesitar.

Dejaron la cerveza y se pasaron al vino peleón para reforzar el subidón de las anfetas. La música empezó a coger peso, los colores densidad y la conversación viró a temas que en esas circunstancias parecían trascendentes, y al finalizar la larguísima resaca, si uno era capaz de acordarse de la centésima parte, resultaban cursis, lejanos, envueltos en el algodón de las drogas y como se decía por aquel entonces, algo pequeño burgueses.

El caso es que al romper el alba con la grisura leve del Cantábrico instalada en los balcones donde el viajero se asomaba con gula a respirar el aire que aliviara su ansiedad artificial, el vino se había acabado, la conversación había detenido su giro frenético y Suzanne ya no te acompañaba al río adornada con las cintas del Ejército de Salvación. La otra Susana no volvería tampoco a despachar más postales desde Suiza.

La carretera a Pamplona serpenteaba igual que el vinazo en el estómago del viajero, absolutamente reacio a tomar algo sólido hasta algunas horas más tarde, tras la vertiginosa bajada de las Centraminas. Luego paseó desolado e insomne por la plaza del Castillo arrastrando su descoyuntada mochila, haciendo tiempo hasta que un autobús local remontara la carretera pegada al río que bajaban, creía haber leído en alguna parte, los almadieros del Pirineo navarro hasta llegar al valle a vender la madera.

Se sentó en el primer asiento para atemperar el mareo y también para ver manejar el mastodonte viejo a un conductor mayor y con boina, porque eso no podía llamarse txapela, que era un virtuoso en el arte del doble embrague y el freno eléctrico que accionaba constantemente por medio de un pequeño mando adosado al volante. Llegó a su destino en el fondo del bajón pero con hambre de 24 horas y antes que nada intentó averiguar la casa donde vivía su medio novia con sus primas, que resultó estaban de excursión por los montes cercanos. En la misma puerta del caserón dejó recado a una vieja malencarada que la esperaba en el bar frente al que paraba el autobús y donde había dejado su mochila.

Allí se comió un bocadillo enorme de tortilla paisana, el primero de una serie que recordaría hasta el mismo momento de escribir estas líneas, hecho por algún paisano obsesionado con la txistorra y poco con los guisantes y otras verduras de la Ribera, hasta que apareció la muchacha en cuestión, bajita, ojos azules, un poco rubia, de nariz afilada, con cara de desconcierto y algo de timidez,  vestida con unos vaqueros acampanados con un bordado de una niña con coletas y acompañada de la típica prima fea que suelen tener las chicas guapas de nariz afilada, ojos claros y pelo rubio.

Esa fue la primera noche que durmió al raso, porque la tía, que resultó ser a la que había dejado el recado y había sido encargada por la madre de la custodia de su pequeña y de su honra, miró al joven con su perfil más adusto y luego con otro claramente reprobatorio a su sobrina y le negó casa y cobijo a pesar de que el zaguán era grande, estaba convenientemente separado de la escalera que conducía a los dormitorios y el muchacho ensayaba su sonrisa más desarbolada y lastimera dispuesto a dormir en cualquier parte.

Así que extendió el plástico en una ladera cercana, junto al río, que había traído previsoramente sabiendo que alguna noche iba a vivaquear, se puso toda la ropa que llevaba en la mochila, y se caló la txapela hasta las cejas, esta sí, auténtica, comprada en el Botxo hace algunos años con su padre cuando le llevó de excursión a conocer la ciudad que iba a convertirse en la de su nacimiento a pesar de haberlo hecho a 400 kilómetros de San Mamés.

Ya era de noche pero aún no caía el relente que le iba a calar el saco, la mochila, dos capas de las tres que llevaba puestas, y las botas, aunque no la txapela. Había sido previsor con el plástico, pero no lo suficiente como para haber comprado la cantidad precisa para que le cubriera con dos o tres vueltas mientras intentaba dormir algunas horas antes de que la madrugada y el eterno gallo cantamañanas se pusiera a anunciar a sus huestes, con el mismo alborozo que en Benarés, el milagro de otro día surgido de las tinieblas y que si querían sexo fueran formando la fila.

Se incorporó, desentumeció las articulaciones de solo 18 inviernos, abrió la cremallera del saco, lo puso sobre unos arbustos a secar y esperó que la promesa del sol rebasara los montes del este, lo que iba a tardar su buenos sesenta minutos, calculó mientras encendía un cigarrillo negro sin filtro.

A las ocho, pasados muy sobrados los minutos previstos, guardó el saco húmedo y alguna de las capas que llevaba encima, se colgó la mochila y se encaminó al hotel que había visto al entrar en autobús al pueblo, pasó al bar ante la mirada escrutadora pero muda del recepcionista, pidió un café solo y entró a lavarse en los servicios.

Y aún sin salir el sol del todo encontró un colmado panadería donde compró jamón de york del más barato, una botella de vino sin marca y una barra de pan aún caliente, se sentó en un poyete cercano y se comió entre largos tragos y los primeros rayos de sol, el segundo bocadillo más memorable de su vida.

Luego ya se le acumulan los recuerdos, la pesca, en efecto, de las truchas a mano tendida aunque sólo consiguió hacerles cosquillas en la barriga y empaparse por segunda vez en el día; la subida en autostop a la Venta de Juan Pito donde accedieron a ponerles una ración de migas a precio de amigo que se comieron a media montaña contemplando el valle encantado de Belagoa; el alto en Txamantxolla donde les llevó un viejo que no hacía más que preguntarles si dormían juntos en el mismo saco; el descubrimiento con unos paseantes de Bilbao de que el aceite de las latas de anchoas está mejor que las propias anchoas; la sempiterna prima que no les dejaba ni a sol ni a sombra, el intento de subida al Ori, abortado a las dos horas de caminata y los paseos por la carretera que conducía a Uztárroz sin darse la mano por si aparecía la tía.

Aguantó dos días más durmiendo al raso porque hasta a un joven de su edad las articulaciones le piden tregua; porque el recepcionista del hotel ponía cada vez peor cara cuando le veía entrar mojado, arrastrando una mochila de la que sobresalía el pico de un saco que daba lástima genuina; porque querían tener un sitio donde dormir juntos la siesta y escapar un instante de la prima de pueblo; y porque era un placer charlar un rato con los que le alquilaban una habitación abuhardillada, forrada de madera y de excelentes vistas, que sonreían sin malicia cuando subían juntos por la empinada escalera…

Pero siempre echaría de menos los bocadillos de jamón de york y de ese otro jamón navarro, bueno sólo para magras, los tragos de vino tibio, el sol asomando por los montes de la cara noreste que le calentaba el alma y el saco extendido, el azul del cielo según abrían las nubes y la frase del libro de Vázquez Montalbán que llevaba en la mochila, apulgarado de tanta humedad de verano, donde podía leerse la frase que culminaba Happy End:

“Sigue tu camino, extranjero, no hay piedad para el que ha perdido el tren del viento”.


Y se sentía bien, lejos de su familia en las campas pijas de El Sardinero, todavía con algunos tiritones, mientras el sol tibio le calentaba por fuera y el vino por dentro, saboreando las magras y el pan recién hecho, subido en ese poyete, a lomos del tren del viento.

© alfonso ormaetxea, (40 años más tarde)

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian