sábado, 12 de septiembre de 2009

Rompiendo las olas

El bergantín Astrid
De Ámsterdam a Santander en velero bergantín
A las seis de la mañana de un día de septiembre y tras una hora de navegar desde el muelle de Javakade en el puerto de Ámsterdam, llegamos a la esclusa. 

Una maniobra sencilla, un amarre, unos saludos con el jefe de esclusa, las tripulaciones de otros barcos, y el mar del Norte se abre ante la proa. A los trainees, los tripulantes enrolados una semana como becarios y aprendices en el Astrid, un bergantín de 30 metros de eslora, trescientas toneladas y 90 años muy bien llevados, se nos invita a pasar al salón a desayunar. Tres minutos más tarde, el ochenta por ciento sale a cubierta con distintos grados de palidez y las últimas migas colgando de las barbas o temblando en las comisuras de la boca y comienzan a vomitar en unas bolsas facilitadas por la tripulación que, biodegradables, se pueden arrojar por la borda con toda confianza. El mar parece sonreír y nos hace gestos para que pasemos, para que nos adentremos en su frío seno.


El Astrid se mueve de proa a popa y de babor a estribor, curiosamente todo al mismo tiempo, como una boya perdida y a la deriva. A la hora, aferrado a una escota, el viajero, trasmutado en apenas marinero, se pregunta si todo el viaje, los siete días restantes, van a ser así. Mira al capitán, que ni siquiera lleva el timón, —lo hace Wilhem, el primer oficial, un chaval de 22 años, economista, enrolado por dos años y con treinta mil millas a sus espaldas—, y se alivia un poco… sin soltar la escota.
Apenas unos sandwiches para comer, hay que tener el estómago ocupado para que no mande señales equívocas al laberinto, y se organizan las guardias en el castillo de popa. Seis trainees, cuatro horas, timón, vista al frente, motor, viento de proa; el Astrid sólo ciñe a partir de setenta grados.

El viajero mira desconfiadamente el GPS de mano amarrado al lado del timón, la falta de chalecos salvavidas, de línea de vida, las olas entrando por proa y amuras y saliendo sin ganas por los imbornales, —ya han caído dos cámaras digitales y un móvil— y vuelve a mirar al capitán, rubio, casi 60 y un leve parecido a Mickey Rourke antes de chalarse completamente, que sorbe café ajeno a todo.
Sale de guardia en medio de un vacío casi perfecto, casi todo el mundo en los camarotes acostados en cama, y descabeza un sueño en un banco corrido del salón, luchando con las mariposas del estómago. Milagro. Despierta casi recuperado del todo a los 60 minutos, come algo de la cena y se sumerge con prevención en el vientre del bergantín buscando el camarote nicho donde lucha contra sí mismo y su estómago y los ronquidos de su compañero de la litera de arriba.
A las cuatro el mar del Norte se ha calmado un tanto y el principio del embudo del Canal de la Mancha se abre sereno, lleno de barcos a ambos lados, mientras el timón navega solo atado al piloto automático. El capitán mira una pantalla donde figura trazado el rumbo, los otros barcos, las profundidades, la posición, el tiempo estimado de llegada a puerto y un sinfín de datos ininteligibles para el lego. En el cuarto de derrotas, nombre sugerente, hay más aparatos que en el dormitorio de un frikie, con un radar capaz de delatar las olas y la lluvia fina y un IS que informa de la identidad, rumbo, distancia, naturaleza y amantes de la tripulación de todos los barcos en un radio de sesenta millas. Peter, el capitán, bebe café y me sonríe.
El capitán del Astrid


Cuatro horas después buen tiempo a la altura de Dover, apenas algún vómito arrepentido, el Astrid navega impasible sin embarcar apenas agua, el cielo apunta azul, algunos se sirven cerveza de un grifo artero que escupe más espuma que líquido, —trucos viejos de holandeses errantes—, y los trainees se extienden por proa, miran asombrados los infinitos barcos, cargueros, gaseros, cargueros de contenedores y de coches, petroleros, vinateros y quién sabe qué... que transitan una de las rutas más apelmazadas del mundo.

La costa inglesa desaparece poco a poco por estribor, el ingenuo barco pirata navega a palo seco, los becarios se las prometen felices.

A las tres se apaga el motor en la guardia del viajero, y se izan tres cuartos de trapo, un montón de velas cuadras de nombres equívocos y se extiende el silencio, el rumor de las olas contra la quilla y las amuras. El movimiento se hace más muelle, más confiable, la proa parece ya no dudar tanto, la confianza se extiende mientras la tripulación repite como un mantra, “una mano para ti, otra para el barco”. O sea no soltar nunca un apoyo por mucho cabo del que tirar entre los movimientos un poco traicioneros del bergantín.

La comida sigue cuartelera, mucha proteína, poco vegetal, menos fruta. Algunos recurren a ese zurrón medieval de español pícaro lleno de jamón, pan de torta y chorizo. Las guardias se suceden con amaneceres tranquilizadores, timoneles confiados, gavieros sonrientes, jarcia sin retorcer, cabos sin vicios. Algunos empiezan a exhibir su experiencia, sus barcos, sus conocimientos, sus viajes, sus regatas, su ropa oceánica. Mientras, se hacen los turnos de limpieza, de fregar platos, de limpiar baños, entre escaqueos y risas y algún mal humor. Algunos siguen vomitando a ratos sueltos, en cuanto el mar se suelta.

Y llega la hora de la tortilla, española por supuesto, propuesta por los miembros de la organización del viaje. Para veintitrés, once tortillas, que los holandeses degluten sin el entusiasmo ibérico de los fanáticos. Y sin pan. Luego un mar de aceite en la cocina que hace que el turno de limpieza blasfeme con convinción, y el golfo de Vizcaya empieza a hacer de las suyas, de las genuinas de auténtico golfo. 

El viajero sube a su cama en espera de su guardia y tiene que aferrarse a los pequeños bordes de madera para no caerse. Otros que duermen atravesados y sufren el viento de través fuerza 5, alrededor de veinte nudos, tienen que cambiar la orientación de la almohada para no volar como Superman, cabeza abajo.

Y luego de unas horas combatiendo en cama con el viento y las olas, el viajero sale con prevención a cubierta a las siete de la mañana, antes de poner el servicio de desayuno, mientras sacude la cabeza pensando en el día que se avecina: viento, nublado, mareos, mucha mar. Y emprende su guardia a popa, alternando timón, vela y vigilancia.

Al cabo de unas horas, la mar se aclara, el viento remite, las nubes se abren y el sol centellea. Nunca el sol y la luz se han hecho más presentes. El gallego enorme sale con su sonrisa enorme a reír la amanecida, los jóvenes bromean y se palmean los hombros, David guiña un ojo, José advierte que ya lo dijo. El día transcurre soleado, la proa no moja y la crema pantalla total corre de mano en mano de los más blancos.

A las doce de la noche entra de nuevo de guardia el viajero y las estrellas lo ciegan. Al timón, que lleva mal, contempla borracho de mar el árbol de navidad del palo mayor, veinticuatro metros, con las velas cuadras del capitán Sparrow, de los Clicks de Famobil, y cómo se balancea contra Altair, el punto de referencia del rumbo 167º. Pasan satélites, algún avión francés militar a echar un vistazo, muchos aviones comerciales. El camarote no tienta al viajero al final de la guardia a las 24 horas y agarrado a los cabos se dirige a proa, tan poco frecuentada, donde ha visto pasar, rotos como las olas, algunos de los errores de su vida, todas las personas queridas, la hoja de ruta de su futuro, parte de su pasado, algunas canciones de Polo Montañez, la playa de la Concha al amanecer, los ojos de su última gata, el cadáver del Cónsul abrazado al gusano del mezcal, la mirada chueca del loro de su niñez, el lago de Managua, el karaoke oaxaqueño donde perpetraba a Alfredo Jiménez, los replicantes de Blade Runner

A las seis, vuelve al puente y el capitán le pregunta porqué no duerme. Ahora amanece y la mañana es tan hermosa que alivia a la vez que hace daño. Al fondo Cabo Mayor emite un rayo distante.
Se fondea frente a la isla de Mouro y el viaje se marchita.
Peter, el capitán, llama al abuelo y a su nieto David, con una pequeña discapacidad psíquica, y solicita los servicios del viajero como traductor:
—Anoche te vi al timón. Lo hiciste muy bien, mantuviste el rumbo perfectamente, felicidades.
David extiende su sonrisa prodigiosa.
Y ahora dirigiéndose al abuelo:
—También vi su cara de felicidad…
El viajero traduce, se sube a la Zodiac que ha venido a buscarle, gana la bahía y casi pierde el tren que llevará de nuevo a Madrid.

alfonso. Septiembre 2009

P.D. El Astrid naufragó en la costa sur de Irlanda el 24 de julio de 2013. Unos meses más tarde se reflotó. A día de hoy no se sabe si volverá a navegar.


Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian