martes, 16 de marzo de 2010

Quizá el cielo sobre Berlin




Berlin en invierno: la feria ITB de turismo

Si el viajero decidiera alojarse a principios de marzo en Kurfürstendamm, estaría eligiendo una zona bien ubicada para acudir a la Messe, por esa época dedicada al turismo. Además, la zona conserva el glamour un poco ajado del escaparate capitalista del Berlín occidental de los setenta y ochenta. El viajero podría dejarse adormecer por un Reisling decente en la Literaturhouse de la cercana Fasanenstrasse, lugar de cita de todos los catálogos de las actividades culturales de la ciudad, para acercarse luego a la recoleta Savignyplatz, donde los restaurantes mediterráneos compiten por una clientela esquiva, tentada por el cuadro de una felación que preside el austriaco Ottental, flanqueado a su vez por un enorme reloj de estación adonde ya nunca llegará tren alguno.

Y un sábado amargamente gris quizá se decida a salir de la cama y encarar el zoo con su portal de ópera china, dejarlo a su izquierda, y continuar por Budapester Strasse hasta topar con el canal Landwehrk, para abandonarlo a continuación y sentirse interpelado por las columnas estrepitosamente torcidas de la embajada mexicana con todo el trapo desplegado al cielo inexistente de la ciudad, quemado a algunos grados bajo cero.

Pero mejor el viajero retrocede sobre sus pasos para no tener que enfrentarse al ángel dorado de Neue National Gallerie. Y ahora sí, levanta la cabeza para exorcizar las ramas sarmentosas de los árboles detenidos y arrestados por el invierno que puntean el camino hasta la
Neue Museum Berlín
Tiergarten y contemplar en cambio la caja de cubos y el aprendiz de obelisco que asegura como un entierro el fin de los días de la racionalidad germana en la década de los treinta y señala el museo archivo de la Bauhaus. 

Allí aún sobreviven como pecios cuadros de Nolde, Fichter, Kolbe, Munch, Kichner, Kokoscha y otros pesimistas bien informados que se atrevieron a profetizar lo que ya sangraba de evidente.
Pero es sábado, llueve algo de nieve y la sala de entrada, diáfana y vacía del todo por deseo del mismísimo Mies Van de Rohe, no abre hasta las once y el viajero, como otros indigentes sentimentales, se guarece hasta que da la hora en la cercana Biblioteca Estatal, paraíso de estudiosos que hacen resonar sus pasos perdidos en las salas que un observador novato creería sin techo.

No sabría decir si es el vacío de las cristaleras, la araña de cristal, los ojos de las modelos de Nolde, la sala de los retratos de familia, el café Fledermaus que toma su nombre del cabaret homónimo, o la librera que ríe y se excusa de que el libro elegido esté solo en alemán, -todavía soy joven para aprenderlo responde el viajero con sorna cuando lo compra-, lo que le arropan el alma como un Martini seco, hasta que gana la calle a regañadientes, se cala la boina negra y enfila hacia Unter der Linden procurando no dedicar ni una mirada a las tiendas de recuerdos.

Berlín entonces se le antoja un souvenir de osos y camisetas pero como en otras ocasiones el puesto de libros de la Universidad von Humboldt le rescata de la melancolía; mata a continuación el impulso de sacar la cámara y retratar la torre de la televisión contra las agujas de cobre de la iglesia cercana a Alexander Plazt, siempre vinculada en su cabeza a la música del siciliano Franco Battiato.


Unos niños tratan de subirse a las rodillas cautivas y desarmadas de las estatuas de Marx y Engels, los jubilados empuñan los filetes de pescado del autoservicio cercano mientras se arraciman contra el viento helado, un vopo de mentirijillas ofrece gorros rusos no menos falsos, dos gañanes se empujan mientras jalean a su equipo de fútbol favorito, una barcaza de recreo realiza su milimétrica maniobra sobre el Spree y el viajero renuncia al resto de la tarde, al busto de Nefertiti, a los Hell’s Angels de pega, al Check Point Charlie sus obras y sus pompas, a las rumanas que le abordan -Do you speak english? No, only romanian, contesta desafiando sus gestos obscenos-, a las italianas vestidas de Maddona, al olor desmayado a salchicha muerta... y salta casi con ansia al 100, prácticamente un autobús turístico, donde ve desaparecer sobre el prístino palacio Schloss Bellevue la tarde y el cielo de Berlín, algo que estuvo a punto de sospechar que nunca había existido.

alfonso marzo 2010

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian