jueves, 18 de febrero de 2016

Begotxu, la Fittipaldi

Bego en Biblo
Bego vivía en una buhardilla destartalada camino del barrio de la Palanca en Bilbao, en un quinto sin ascensor. 

Si cuando visitabas la ciudad  te tocaba en el reparto dormir en su casa, empezabas a temer la subida al tercer gintonic y ya no sabías si quedarte de gaupasa toda la noche si el cuerpo aguantaba, o emprender la escalada antes de que el alcohol y la melancolía te trabaran las piernas y el alma nada más meter la llave en una cerradura vieja que fallaba más que una escopeta de feria.

A esas horas Bego ya dormía, fuera día de labor o fin de semana, porque era totalmente abstemia y eso, en Bilbao, a pesar de los zuritos de Kas Manzana que llegaron a ponerse de moda, era un inconveniente serio para salir de vinos con la cuadrilla. Los de fuera la mirábamos con sorna en las primeras rondas y luego con solidaridad y cierta envidia en las penúltimas, en las eternas “espuelas” que seguían hasta las primeras luces del alba que apenas iluminaban tísicamente una ría que entonces olía a muerto y te amenazaba adusta con sus aguas ponzoñosas. Algunos recordaban con asco infinito una carga particularmente salvaje de la policía que obligó a varios a tirarse, de grado o por fuerza, a sus truculentas aguas.

La hermana gemela, gemela hasta la nausea afirmaba su marido, tampoco bebía, claro, pero era capaz de aguantar charlando con las mozas de la cuadrilla todas las horas que fueran menester, mientras que Patxi, que entraba temprano en la fábrica y los sábados acumulaba déficit de sueño, se retiraba en cuanto podía hacerle una finta al grupo de borrachos y parlanchines con un regate digno de Rojo, el mejor extremo izquierdo que había dado el Athletic, lo que equivalía a decir el mundo.

Bego tenía un sentido de la hospitalidad genuinamente bilbaíno. Te daba las llaves de su casa y de su coche y te ponía a disposición su nevera, permanentemente vacía, donde no vegetaba ni el medio limón que todos teníamos momificado en nuestros refrigeradores. Era una época en que sosteníamos que tener más comida que cerveza en el aparato era señal inequívoca de haber llegado a una madurez pequeño burguesa y vergonzosa. Pero ella solía tener media botella de patxarán casero por pura reivindicación del pueblo navarro donde había nacido, al pie de la sierra de Aralar, y algunos, aunque solo fuera para contemplar el milagro de su eterna regeneración, éramos capaces de matar la resaca con ese brebaje al levantarnos preguntándonos dónde demonios estábamos. La botella, sorprendentemente, siempre estaba a medias, y le hacíamos bromas sobre la tacañería de su familia: “pues ya saben que no bebo, bobo. Para qué malgastar una entera”, contestaba.

Su buen carácter podría acogerte entre las sábanas de su propia cama a altas horas de la madrugada si la despertabas al subir y no tenías ganas de buscar las sábanas y tenderlas sobre un catre de campaña que hacía las veces de sofá en el saloncito. No tenías más que decir bajito: “¿Bego, Begotxu, puedo meterme en tu cama esta noche?” y sin mediar palabra ni abrir un ojo, levantaba una espantosa manta marroquí que le hacía las veces de cobertor junto con la sábana y te hacía un sitio, no sin advertir en susurros que sin roncabas te ibas directo al sofá con o sin sábanas. 

No conocí a nadie que pretendiera aprovecharse de la situación y del roce porque Begotxu estaba perdidamente enamorada, -como solo son capaces de estar las mujeres- de Jon, con ese destino teñido de aciago que tienen los amores sin remedio. Se trataba de un montañero enamorado de los montes de todo el mundo, especialmente de los de Venus, que había andado de trekking por tres continentes, de guía al menos por dos y que había escalado varios ochomiles para fumarse algún porro a una altitud decididamente asesina. 

En una de esas escaladas tuvo un serio percance que nunca contaba porque le supuso la pérdida de un compañero de ascensión y tuvieron que amputarle medio pie. Prácticamente no se le notaba al andar y aprovechaba el hueco que el pie fantasma dejaba en la zapatilla para traer a casa todo tipo de sustancias estupefacientes en una época en que los controles eran más ingenuos que los actuales. A una de sus novias de viaje le sonó el aparato que una gendarme le pasó por todo el cuerpo al detectar la bola de hachís envuelta en papel de aluminio que llevaba en el sujetador, y le bastó con afirmar con que era el marcapasos para que la dejaran pasar la aduana con una sonrisa de genuina conmiseración. 

Jon subía algunas noches a dormir en la cama de Bego y se quedaba incluso algunos días haciendo de novio formal, pero no conseguía aguantar más de media semana antes de volver a su apartamento de los jardines de Albia que había heredado de su familia pija de apellido insigne, donde vivía el menor tiempo posible. Tenía el encanto canalla que reviste a los guías de viaje de las agencias alternativas y que a algunas mujeres, sin que nadie sepa por qué, les resulta irresistible en sus viajes veraniegos de riesgo controlado y amores liofilizados que duraban a lo sumo 15 días, 14 noches, y luego cada mochuelo a su olivo. Y como él decía, “a nadie le amarga un dulce”. 

Algunas de sus expediciones acababan mal en lo que su jefe llamaba “dinámica de grupo” porque a veces eran más de una la que quería naufragar en sus ojos de montañero, lo que solía llevar aparejada cierta tensión en el grupo, sobre todo entre las feministas más conspicuas a las que Jon ponía su mejor mirada de desamparo y orfandad. Sin llegar, eso sí,  al caso de otro guía de la casa que estuvo a punto de desatar en la OMS una alarma de infección venérea en un país africano al contagiar a dos chicas del grupo que tuvieron que acudir a un hospitalito local de Médicos sin Fronteras aquejadas de unas purgaciones que el guía conductor llevaba arrastrando varios meses.

Bego sufría los reveses y los sinsabores de su amor insensato con la cabezonería y la tozudez de su origen navarro. Sufría, pero sufría menos por su abstinencia del alcohol, que es lo que a los hombres nos hace decir las mayores estupideces y cometer los mayores desatinos sin merma aparente de nuestra integridad moral y autoestima personal en base a la eximente del whiskey de garrafón o de Segovia, que viene a ser lo mismo. 

Alguna vez se llegó a sincerar conmigo parapetada tras su Kas Manzana en plena Barrenkalle, a la puerta del K2, donde siempre pedíamos los gintonics de dos en dos: “a mí me basta con que me quiera. Aunque me quiera con esa manera tan albardada que tenéis los hombres de querer poco a la gente que os quiere tanto”, se mentía ella misma. Y a mí todo se me hacía distante, lejano y pesaroso, debido quizá a las impostadas risotadas de los borrachos de mala amanecida.

Y no me atrevía a replicarle que no entendía lo albardado del querer, que solo conocía que se albardaran los mejillones tigre, para luego responderle con tópicos medio inventados que me sacaba de las boleros más espinados de José Alfredo Jiménez.

Nunca vi llorar a Bego, nunca le escuché un reproche, ni un gesto amargo, a lo sumo su frase favorita entre traguito y traguito del Kas Manzana: “Ya le vale, ya le vale”. 

Una vez, ella, que a veces me había abrazado inocente en lo más profundo del sueño, una noche en que me había refugiado en su cama, consintió en que se le humedecieran los ojos y transigió en recostar la cabeza sobre mi pecho, treinta centímetros por debajo de mis ojos, mientras yo hacía un gesto de complicidad obscena, que ahora me reprocho con inútil arrepentimiento, a un miembro de su cuadrilla al borde del coma etílico.

El cuatrolatas que aparcaba siempre al pie de su casa y cuyas puertas no cerraban era la tabla de flotación, el chaleco salvavidas de muchos de los personajes que arrastraban su vida en el barrio, pero nunca le desapareció nada del interior, ni recibió un arañazo, ni le faltaron los espejos retrovisores, ni sufrieron quebranto alguno las numerosas pegatinas antinucleares, Nuklearra Ez Eskerrik Asko, ecologistas, veganas y de defensa de los animales más desfavorecidos de la fauna mundial que adornaban el desvencijado portón del coche de Bego. Todo lo más, tenías que tener suerte si lo cogías para ir a Sopelana en verano, por si alguno se había aliviado sobre una rueda de madrugada, mirando a un cielo del todo inexistente, y el calor de julio del Botxo te colaba por la ventanilla el olor ácido y punzante de los peores alcoholes del barrio.

Luego se compró un Dyane 6 color quién sabe de segunda mano, para enfado de su nutrida cuadrilla de amigos y su hermana gemela, que sostenían con razón que el Dyane era el coche más feo que se había inventado y que las calles de la elegante ciudad de la ría no se merecían albergar semejante engendro. El colmo sería pasarlo por el puente colgante de Portugalete. Era en lo único que discrepaba con su doble, además, claro, de sus amores no correspondidos con el montañero errante, - que Tere llevaba fatal refugiada en su marido más fiable que un farero-, el único que subía los cinco pisos con pie y medio y te sacaba tres de ventaja.

Además Bego conducía muy bien. No solamente prescindía en su condición de mujer de la agresividad del macho alfa en pleno ataque de celo al contemplarse en el retrovisor de otro energúmeno, sino que su condición de abstemia radical le permitía una ventaja estratégica en los controles de la Guardia Civil primero, y en los de la Ertzaintza después. 

Eso le valía invitaciones constantes a salir de noche, sobre todo en las fiestas de los numerosos pueblos de la provincia. Si no le apetecía, a su interlocutor le bastaba con nombrar que Jon estaría en la farra. Era una contraseña infalible. Luego, si este no llegaba, podría alegar que otro compromiso le había impedido acudir o que no le habían encontrado en su casa, o que andaba perdido quién sabe dónde, porque Jon nunca llegó a tener móvil. 

Eso sí, solían rogarle que no llevara el Citroën, que era un mamotreto feo y achaparrado, peligrosamente inseguro a la hora de negociar las curvas más retorcidas de la costa bizkaitarra. Y ella seguía esgrimiendo su frase favorita: “Sí, ya te vale”.

Al principio Bego se rebelaba contra las prevenciones, del todo falsas, que esgrimían contra el Dyane. Luego acabó entendiendo que si iba en el coche del amigo o amiga no podía volverse antes de que acabara la parranda. Y ella tenía buena anochecida, nadie le esperaba en su buhardilla de alta montaña, las noches de fiesta eran deliciosamente cálidas, siempre sería posible que apareciera Jon aunque estuviera a miles de kilómetros de allí y el sueño no le pesaba en sus párpados de soñadora sonámbula. 

Hace unos meses, un amigo común me dijo que había tenido un accidente volviendo de una fiesta de pueblo y que había muerto en el acto en un coche que compartía con un amigo. Un borracho les había embestido saliéndose en una curva cerca de Elantxobe. Pregunté si su hermana estaba bien y me contestó que no, que la veían paseando de la mano con su marido, con la mirada perdida, y nadie todavía se atrevía a decirle nada. 
─¿Y Jon?, -pregunté.
─Anda haciendo trekking con una agencia que organiza subidas al Kilimanjaro.
─Pues espero que se le revuelva el esqueleto del leopardo. Nunca había subido tan bajo.

©alfonso ormaetxea, marzo de 2016

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian