lunes, 13 de noviembre de 2017

Ecologismo, por compasión

Circo Europa en Carboneras


Cemento, carbón, puntos limpios y animales, animales


El circo Europa ha llegado a Carboneras, un pueblo pegado al parque natural de Cabo de Gata, en Almería, que alberga una de las mayores centrales eléctricas de carbón de Endesa de la Península, -carbón chino, ojo-,  una cementera, una desaladora y una planta de tratamiento (sic) de aceite.

Es noviembre, un mes ambiguo donde la mayoría de sus habitantes toma vacaciones tras el desfonde de los meses de verano cuando los turistas, la mayoría madrileños, catalanes de primera generación y franceses meridionales, pueblan sin mucha presión bares, playas, hoteles y pensiones, al calor de una inclemente campaña sobre la Playa de los Muertos, publicitada hasta la nausea por tierra mar y aire, como una de las mejores de España y resto de Europa. 

No es más que una exageración de becarios sin mucho que echarse al portátil en épocas de verano, pero ciertamente la playa es hermosa, sobre todo si no tuviera un aparcamiento de cientos de coches en su cúspide, si no te achicharraras los sesos al subir a la hora de la comida, si no te fundieran con las canciones de Bisbal, ese almeriense ilustre, desde el camión de refrescos de la explanada del aparcamiento, y no planeara sobre los bañistas una torre vigía donde se ha filmado Juego de Truños, una serie de pertinaz sequía intelectual.

El circo llega calladamente, con apenas unos camiones, sin coche con altavoces que pregone, al contrario que el tapicero, sus delicias por las callejuelas angostas del casco viejísimo; con humildad trapense y la mirada sin futuro de los que hemos cumplido ya los sesenta años. Solo su cartelería, pegada con celo del malo en las farolas de la calle Sorbas y arrancada por los miembros más conspicuos del botellón del viernes, da fe de su oferta y de los precios moderados, -casi todo a diez euros, todos los niños pagan-, y prometen animales imposibles, jurásicos remendados, dinosaurios, velociraptors y otras criaturas feroces pero menos, y las atracciones habituales del medio, payasos, equlibristas, cantadores de flamenco light, imitadores, benditos sean, de Chikito de la Calzada. Se instalan en un predio cerca de las Malvinas, el barrio gitano del pueblo, no muy limpio, no muy llano, no muy céntrico.

Hace unos meses los ecologistas interrumpieron su función para boicotear la presencia de los animales del espectáculo: dos leones de cuatro años, Simba y Mufasa, un poni, Furia, un búfalo Yimi y una llama, Marrón.  La presión continuada sobre unos animales que consideraban de la familia, con todos los papeles en regla, incluido el de zoo ambulante, llevó a la familia Bassy, quinta generación circense, a donarlos a la fundación Primadomus y renunciar a su exhibición en un espectáculo que da sus últimas bocanadas analógicas entre los pueblos ejemplares de Andalucía.

«Esto para toda la familia ha sido un golpe muy duro y nos sentimos como si hubiera muerto alguien cercano. Mi mujer y mis hijos no han dejado de llorar todo el día. Sienten un gran vacío como yo. Pero sabemos que en Primadomus todos nuestros animales van a estar muy bien y eso es lo más importante. Nosotros, a partir de ahora, tenemos que hacer los espectáculos sin animales porque todos los ayuntamientos nos lo prohíben, así que tenemos que sacarlos de las funciones», ha declarado a la prensa local Fernando Elys, probablemente el último gestor del circo Europa. «Esa fama que nos han querido dar no es real ni justa porque jamás hemos maltratado a nuestros animales. Es más, si el dinero escaseaba primero comían los animales y luego nosotros. Es algo que mi abuelo inculcó a mi padre y mi padre a mí, aunque yo ya no podré hacerlo a mis hijos porque ellos no disfrutarán de los animales como lo hemos hecho cuatro generaciones».

Ayer llamé al ayuntamiento de Carboneras para pedir información sobre el Punto Limpio inaugurado según La Voz de Almería de fecha 31 de agosto de 2016 y que ya figura en la relación de puntos limpios que publica la Junta de Andalucía, para entregar unos restos de pintura ya deteriorada. No existe tal cosa, (250.000 euros de inversión en la nada) ni en el improbable pago del Rellano de la Torvisca ni en ningún otro lugar, según la información facilitada por el ayuntamiento carbonero, nunca mejor dicho.

El ayuntamiento en pleno inaugura la nada

Mientras, Endesa, la madre de todos los coches eléctricos alimentados por carbón chino, el de peor calidad y el más contaminante, sigue vertiendo, junto con la cementera, sus gases venenosos al aire del parque natural Cabo de Gata. No importa, dicen los munícipes del lugar, el viento se los lleva siempre hacia Mojácar.

Esta noche iré a ver el espectáculo del Circo Europa para abrir desmesuradamente los ojos con los animales jurásicos que promete su cartel.

Luego me echaré unos gin tonics a la salud de Simba, Mufasa, Furia, Yimi y Marron olvidando al coleto ese ecologismo  de baja intensidad que nos promete coches eléctricos de carbón chino mientras acosa los cinco animales del Circo Europa al mismo tiempo que los trece millones de mascotas españolas se tuestan al sol de la Playa de los Muertos, que en paz descansen. O de cualquier otra, a beneficio de los huérfanos, los huérfanos, y de los pobres de la capital, Moncho Alpuente dixit.

Y del Algarrobico... mejor ni hablamos

Carboneras, 13 de noviembre de 2017


martes, 22 de agosto de 2017

Agapito, un proletario de libro

Me Ti, el libro de las mutaciones
Le conocí en la facultad de sociología, poco antes de que se muriera en su cama el cocodrilo que gobernaba el país desde hacía 40 años. Se acercó a venderme una mercancía peligrosa que entonces circulaba por el bar, mucho antes que el caballo se convirtiera en el lubricante de la vida de los universitarios de la siguiente generación, teñidos de anarquistas de baja intensidad. Me ofrecía libros, la mayoría prohibidos, que le fiaba Jesús de la bien surtida trastienda de la librería Fuentetaja. 

Le compré un par y encargué otros dos, creo recordar que La muerte de la familia de Laing y El Me-Ti de Bertold Brecht, un opúsculo estalinista de grueso calibre que disparaba contra Trosky antes de que el georgiano le asesinara, fruto de la envidia que le profesaba por haber compartido cama con Frida Kahlo. 

El de Laing confirmó mis sentimientos más oscuros sobre mi entorno familiar y me prestó ánimos para montar en mi Vespa una noche de invierno en que arrancarla era una proeza casi igual que emprender un camino hasta hoy sin rumbo y sin retorno, lo que ahora consideraríamos una auténtica barbaridad a los veinte años.

Ambos íbamos al turno de noche por razones de trabajo, yo por querer encontrar alguno que me permitiera salir de la casa de mis padres, a la sazón una especie de Treblinka gobernado por un kapo femenino de poco pecho y carácter volcánico en versión pasiega, devota del queso Jacinto y de los cursos gratuitos de sabiduría burguesa que organizaba la mujer de Joaquín Satrústegui, una aristócrata donostiarra que jugaba a la ruleta rusa liberal monárquica con chaleco antibalas, y él porque andaba a salto de mata en casa de su madre.

Se trataba de un sexto piso en la calle Atocha sin ascensor ni calentador de agua, como pude enterarme más tarde, donde vivía con la viuda de un ex capitán del Quinto Regimiento que acabó vendiendo prensa de forma ambulante por los hoteles que rodeaban la cercana estación de Atocha tras haber pasado varios lustros en la cárcel y esquivar una pena de muerte. Jamás llegaron a darle un kiosco a pesar de una enfermedad pulmonar que acabó tempranamente con su vida de rojo sentimental y fumador empedernido.

Empezamos a intimar en virtud de nuestro amor común por los libros que quizá nos viniera fruto de la genética, él por su padre lector compulsivo y vendedor a su pesar de la prensa del Movimiento y afines, -todos entonces eran afines, sobre todo el cercano a su piso de portera, el diario Pueblo-, y yo por las veleidades de mi padre como editor de Fray Justo Pérez de Urbel en comandita con su socio Alberto Vasallo de Mumbert, un fascista de pelo en pecho e hirsuto que salía de su camisa abierta, radicado en Piedralaves, donde llegó a entrenar un fantasmal ejército de liberación portugués tras el golpe de los capitanes de Abril. La editorial y su magna obra La tijera literaria, tenía la oficina en un local subterráneo de la Gran Vía que albergaba los excusados más célebres de la capital, frecuentados por homosexuales sórdidos, ajados y deslucidos, perseguidos con saña y cierto morbosa adicción por el Régimen del brazo incorrupto. Alguna vez que saqué unas perras corrigiendo galeradas, mi padre me advirtió de que fuera con ojo si bajaba a los servicios o me fuera a la cercana cafetería Manila, que ya se encargaba él de pagarme la consumición.

Años más tarde y siempre con el dinero de su esposa, compartido cristianamente en razón del matrimonio en régimen de estrictas gananciales, llegó a editar su obra cumbre, Pasión y muerte de Jesucristo, que pretendía vender por fascículos a todas las parroquias de España en virtud de su antigua militancia en Acción Católica desde antes de la guerra, tal y como había hecho con Molokai, película en la que había participado como productor consorte. Los tiempos habían cambiado sin que él se diera cuenta, abrasado por otras pasiones repartidas entre Garabandal y El Escorial y la empresa fue un absoluto fiasco que no consiguió ni siquiera saldar al papelote y eso que estaba impresa en un cuché de muchos gramos. Ahí su señora dijo basta, disolvió la sociedad de gananciales, le retiró la firma de todas sus cuentas y la titularidad de sus pocos bienes y pasó a entregarle una paga semanal con la que se compraba todos los periódicos del domingo, el único vicio que tuvo toda su vida, si no consideramos como tal el haberse casado con una señorita muy acaudalada de Santander, hija de una familia pasiega que todo el mundo tenía por loca y por rica desde hacía generaciones.

Agapito al conocer los detalles menos escabrosos de esa historia previamente espurgada por mi, me propuso que montáramos un puesto de libros en el Rastro. Miguel, el dueño de una distribuidora que entonces  se llamaba Visor y tenía el almacén en el barrio de Tetuán, nos dejaría los libros en depósito y entonces bastaba hacerse un hueco en la plaza del Campillo del Pueblo Nuevo,  abajo a la derecha de Ribera de Curtidores, donde sentaban sus reales los libreros de más o menos lance, incluido un ex capitán de las SS que vendía las obras completas de Leon Degrelle y del que se decía que llevaba siempre una Luger bien alojada en la sobaquera.

Allí vendíamos todos los domingos por la mañana obras de estricta vanguardia, Bachelard, Sartre, Beauvoir, Brecht… pero nuestro mayor best seller fue El Manifiesto Comunista, una vez autorizado, en edición de Ayuso, a 25 pesetas el ejemplar, 22 con el debido descuento. El día de la legalización del PCE llegamos a vender cerca de 200 ejemplares. Recibimos la visita de los Guerrilleros de Cristo Rey de la que nos defendimos aceptablemente con los hierros de nuestro puesto una vez desmontado de una patada y con la ayuda solidaria de unos jóvenes cenetistas que vendía muchísimos menos libros que nosotros pero que nos sonreían sin rencor a pesar de las miradas de suficiencia marxista leninista de Agapito, que por entonces rondaba la OPI, uno de los primeros grupúsculos escindidos del PCE y que juzgaba a Beria como un pequeño burgués pequeño de clase media baja con las rodillas inthe guanter, significara eso cualquier cosa que pudiera significar.


El Manifiesto ComunistaUnos meses más tarde su líder, Carlos Tuya, condujo a un puñado de esforzados militantes hacia un nuevo partido, el mero mero, el definitivo, el Partido Comunista de los Trabajadores, cuyo símbolo era un clavel en homenaje a la Revolución de Abril recién acaecida en el país vecino. Le recuerdo en Malasaña, junto a otro de los cuadros descollantes del partido, un trabajador, -es un decir-, de Alianza Editorial que hacía de corredor de comercio de su fondo, asomados desde un garito de la plaza con sendos cubatas tibios en vaso de tubo, perorando sin reparos y criticando de manera contundente la novedosa y reaccionaria costumbre de fumar porros que empezaba a practicar la juventud y que les alienaba a la vez que les pervertía y alejaba de la auténtica revolución de la clase obrera más heroica y sudorosa.

Años más tarde, ya con su verdadero nombre, Carlos Delgado, seguía predicando sobre las inequívocas ventajas del alcohol sobre las drogas blandas y escapistas desde las páginas de El País dedicadas al vino desde la perspectiva más epicúrea. Pero no creo que llegara a ver Platoon ni que se identificara con Tom Berenguer, una película tildada todavía entonces de desviacionista, a cargo de Oliver Stone, al que sin duda los adictos de su garito tenían como agente de la CIA.

A los pocos meses Agapito y yo decidimos compartir piso, una infravivienda que yo había encontrado en Argüelles, frente al piso de mi hermano que me cobijaba desde que una noche pegara un portazo en casa de mis padres, para alborozo de la irresponsable (sic) de mis días. Se trataba de un  quinto, esta vez con un ascensor aunque homicida, muy bien distribuido en dos habitaciones, vestíbulo enano, cocina diminuta y cuarto de baño en que había que ducharse de costado. Era tan recoleto que llegamos a convivir hasta cuatro personas cuando se sumaron al disparate nuestras respectivas parejas.

Pero hasta ese momento vivimos dichosos Agapito y yo, rodeados de libros robados en librerías que sospecho hacían la vista gorda con nuestros desmanes de jovenzuelos, como Robinson, en la calle Fernando el Católico, donde su dueña tenía fama de ninfómana y letraherida a la vez, un binomio que sospecho sigue operativo, y sobrantes de nuestro tenderete en el Rastro, atracándonos de hígado de cerdo a 11 pesetas el kilo y arroz blanco en el que mi amigo intentaba, sin conseguirlo por supuesto, mojar pan en el caldillo blancuzco del arroz partido que nos dejaba Donato, nuestro ultramarinista de guardia, a precio ridículo. De ese hígado para perros estoicos del barrio Salamanca debe venir el colesterol que me afea mi médico de cabecera en el ambulatorio neo socialdemócrata de mi barrio.

En la facultad humeaban los grises, proliferaban los profesores vanguardistas alumnos de Gualtari, Althusser, Lacan y Deleuze y otros que iban a hacer historia como Leguina, al que tuve el honor de llamar fascista muchos años antes de que se convirtiera en tal, y bebíamos sin reparos y sin tasa alcoholes equívocos y botellines de Águila que luego le dejábamos a Fraga en su mesa, que llegó a estampar contra una pared ante nuestro regocijo.

La banda de amigos maoístas, "carrillos", banderas blancas y luego rojas, una frapera una, ácratas de excelente humor, un demócrata cristiano de izquierdas al que se lo perdonábamos por su gracejo contando chistes machistas subidísimos de tono y algunos estudiantes más, llegamos a la conclusión de que Agapito era un diminutivo que nuestro amigo, ese héroe de la clase obrera, el primero que conocíamos, no merecía, y comenzamos a llamarle sin sorna ni mala intención Agapo. No parecía molestarle y lo recibió como nombre de guerra, uno tan torpe como llamar “Tarta” a un amigo y camarada mío troskista que era tartamudo, o la "Negra" a una muchacha de Almería que parecía recién llegada de Senegal y que mostraba las palmas de las manos, blanquísimas por contraste del negro de su reverso, para certificar su africanismo y reivindicar de paso y sin tasa a Frantz Fanon y la lucha armada en el barrio de La Chanca.

Frantz Fanon
Ese verano comprobamos que la gomaespuma de nuestro amigo el colchonero del Rastro era lo más parecido a las tibias arenas podridas de cualquier pantano malsano cuando en la semibuhardilla no bajaba de los 32º en lo más denso de la noche madrileña; que se podía vivir sin televisión, entonces con apenas dos canales, un invento diabólico al que nunca podríamos imaginar el grado de abyección al que iba a llegar más tarde; que el sofá era un somier viejo con un saco de arpillera como respaldo que te dejaba la espalda en carne viva, y que nos íbamos a convertir en adictos del Topics, un self service de la plaza de los Cubos, donde salíamos indefectiblemente con toda la vajilla utilizada en el parco condumio metida en la mochila.

Seguimos vendiendo libros, yo me hice profesor de inglés en uno de esas academias donde su éxito radicaba en su fracaso eterno en enseñar el idioma y Agapito empezó a prestar sus servicios en una editorial como corredor en plaza, ya dado de alta en la Seguridad Social. El remedo de apartamento no daba más de sí para sus cuatro habitantes y separamos nuestros caminos sin discutir sobre la nevera que habíamos comprado en doce plazos de 1000 pesetas cada uno, devolvimos a su hermana la Jata de un kilo donde lavábamos la ropa interior, repartimos los libros y yo me quedé la infravivienda de Argüelles, y Agapo y su novia se volvieron a su barrio de Atocha a seguir siendo felices, casi ingenuos y librodependientes.

Muchos años más tarde me lo encontré en la plaza de Ópera. Tuve que hacer un esfuerzo para forzarle a que me reconociera y me prestó un perfil agrio y desganado. No quiso saber apenas nada de su antiguo compañero de piso ni de aquellos tiempos que a mí me parecían bohemios y a él quizá sórdidos, cogió de mala manera la tarjeta que le tendía mientras le invitaba a compartir unas copas y cierta melancolía cualquier tarde de ese otoño lloviznoso, hizo un escorzo digno del mejor delantero centro y desapareció en las escaleras del Metro de la plaza.

No le he vuelto a ver, los libros nos han abandonado, reliquias de un tiempo mutado como el libro de Brecht, igual que un naufragio en agua de nadie, aunque los recuerdos siguen conspirando a nuestras espaldas como en un cuento de Conrad.


© alfonso ormaetxea, agosto de 2017

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian