sábado, 12 de septiembre de 2009

Rompiendo las olas

El bergantín Astrid
De Ámsterdam a Santander en velero bergantín
A las seis de la mañana de un día de septiembre y tras una hora de navegar desde el muelle de Javakade en el puerto de Ámsterdam, llegamos a la esclusa. 

Una maniobra sencilla, un amarre, unos saludos con el jefe de esclusa, las tripulaciones de otros barcos, y el mar del Norte se abre ante la proa. A los trainees, los tripulantes enrolados una semana como becarios y aprendices en el Astrid, un bergantín de 30 metros de eslora, trescientas toneladas y 90 años muy bien llevados, se nos invita a pasar al salón a desayunar. Tres minutos más tarde, el ochenta por ciento sale a cubierta con distintos grados de palidez y las últimas migas colgando de las barbas o temblando en las comisuras de la boca y comienzan a vomitar en unas bolsas facilitadas por la tripulación que, biodegradables, se pueden arrojar por la borda con toda confianza. El mar parece sonreír y nos hace gestos para que pasemos, para que nos adentremos en su frío seno.


El Astrid se mueve de proa a popa y de babor a estribor, curiosamente todo al mismo tiempo, como una boya perdida y a la deriva. A la hora, aferrado a una escota, el viajero, trasmutado en apenas marinero, se pregunta si todo el viaje, los siete días restantes, van a ser así. Mira al capitán, que ni siquiera lleva el timón, —lo hace Wilhem, el primer oficial, un chaval de 22 años, economista, enrolado por dos años y con treinta mil millas a sus espaldas—, y se alivia un poco… sin soltar la escota.
Apenas unos sandwiches para comer, hay que tener el estómago ocupado para que no mande señales equívocas al laberinto, y se organizan las guardias en el castillo de popa. Seis trainees, cuatro horas, timón, vista al frente, motor, viento de proa; el Astrid sólo ciñe a partir de setenta grados.

El viajero mira desconfiadamente el GPS de mano amarrado al lado del timón, la falta de chalecos salvavidas, de línea de vida, las olas entrando por proa y amuras y saliendo sin ganas por los imbornales, —ya han caído dos cámaras digitales y un móvil— y vuelve a mirar al capitán, rubio, casi 60 y un leve parecido a Mickey Rourke antes de chalarse completamente, que sorbe café ajeno a todo.
Sale de guardia en medio de un vacío casi perfecto, casi todo el mundo en los camarotes acostados en cama, y descabeza un sueño en un banco corrido del salón, luchando con las mariposas del estómago. Milagro. Despierta casi recuperado del todo a los 60 minutos, come algo de la cena y se sumerge con prevención en el vientre del bergantín buscando el camarote nicho donde lucha contra sí mismo y su estómago y los ronquidos de su compañero de la litera de arriba.
A las cuatro el mar del Norte se ha calmado un tanto y el principio del embudo del Canal de la Mancha se abre sereno, lleno de barcos a ambos lados, mientras el timón navega solo atado al piloto automático. El capitán mira una pantalla donde figura trazado el rumbo, los otros barcos, las profundidades, la posición, el tiempo estimado de llegada a puerto y un sinfín de datos ininteligibles para el lego. En el cuarto de derrotas, nombre sugerente, hay más aparatos que en el dormitorio de un frikie, con un radar capaz de delatar las olas y la lluvia fina y un IS que informa de la identidad, rumbo, distancia, naturaleza y amantes de la tripulación de todos los barcos en un radio de sesenta millas. Peter, el capitán, bebe café y me sonríe.
El capitán del Astrid


Cuatro horas después buen tiempo a la altura de Dover, apenas algún vómito arrepentido, el Astrid navega impasible sin embarcar apenas agua, el cielo apunta azul, algunos se sirven cerveza de un grifo artero que escupe más espuma que líquido, —trucos viejos de holandeses errantes—, y los trainees se extienden por proa, miran asombrados los infinitos barcos, cargueros, gaseros, cargueros de contenedores y de coches, petroleros, vinateros y quién sabe qué... que transitan una de las rutas más apelmazadas del mundo.

La costa inglesa desaparece poco a poco por estribor, el ingenuo barco pirata navega a palo seco, los becarios se las prometen felices.

A las tres se apaga el motor en la guardia del viajero, y se izan tres cuartos de trapo, un montón de velas cuadras de nombres equívocos y se extiende el silencio, el rumor de las olas contra la quilla y las amuras. El movimiento se hace más muelle, más confiable, la proa parece ya no dudar tanto, la confianza se extiende mientras la tripulación repite como un mantra, “una mano para ti, otra para el barco”. O sea no soltar nunca un apoyo por mucho cabo del que tirar entre los movimientos un poco traicioneros del bergantín.

La comida sigue cuartelera, mucha proteína, poco vegetal, menos fruta. Algunos recurren a ese zurrón medieval de español pícaro lleno de jamón, pan de torta y chorizo. Las guardias se suceden con amaneceres tranquilizadores, timoneles confiados, gavieros sonrientes, jarcia sin retorcer, cabos sin vicios. Algunos empiezan a exhibir su experiencia, sus barcos, sus conocimientos, sus viajes, sus regatas, su ropa oceánica. Mientras, se hacen los turnos de limpieza, de fregar platos, de limpiar baños, entre escaqueos y risas y algún mal humor. Algunos siguen vomitando a ratos sueltos, en cuanto el mar se suelta.

Y llega la hora de la tortilla, española por supuesto, propuesta por los miembros de la organización del viaje. Para veintitrés, once tortillas, que los holandeses degluten sin el entusiasmo ibérico de los fanáticos. Y sin pan. Luego un mar de aceite en la cocina que hace que el turno de limpieza blasfeme con convinción, y el golfo de Vizcaya empieza a hacer de las suyas, de las genuinas de auténtico golfo. 

El viajero sube a su cama en espera de su guardia y tiene que aferrarse a los pequeños bordes de madera para no caerse. Otros que duermen atravesados y sufren el viento de través fuerza 5, alrededor de veinte nudos, tienen que cambiar la orientación de la almohada para no volar como Superman, cabeza abajo.

Y luego de unas horas combatiendo en cama con el viento y las olas, el viajero sale con prevención a cubierta a las siete de la mañana, antes de poner el servicio de desayuno, mientras sacude la cabeza pensando en el día que se avecina: viento, nublado, mareos, mucha mar. Y emprende su guardia a popa, alternando timón, vela y vigilancia.

Al cabo de unas horas, la mar se aclara, el viento remite, las nubes se abren y el sol centellea. Nunca el sol y la luz se han hecho más presentes. El gallego enorme sale con su sonrisa enorme a reír la amanecida, los jóvenes bromean y se palmean los hombros, David guiña un ojo, José advierte que ya lo dijo. El día transcurre soleado, la proa no moja y la crema pantalla total corre de mano en mano de los más blancos.

A las doce de la noche entra de nuevo de guardia el viajero y las estrellas lo ciegan. Al timón, que lleva mal, contempla borracho de mar el árbol de navidad del palo mayor, veinticuatro metros, con las velas cuadras del capitán Sparrow, de los Clicks de Famobil, y cómo se balancea contra Altair, el punto de referencia del rumbo 167º. Pasan satélites, algún avión francés militar a echar un vistazo, muchos aviones comerciales. El camarote no tienta al viajero al final de la guardia a las 24 horas y agarrado a los cabos se dirige a proa, tan poco frecuentada, donde ha visto pasar, rotos como las olas, algunos de los errores de su vida, todas las personas queridas, la hoja de ruta de su futuro, parte de su pasado, algunas canciones de Polo Montañez, la playa de la Concha al amanecer, los ojos de su última gata, el cadáver del Cónsul abrazado al gusano del mezcal, la mirada chueca del loro de su niñez, el lago de Managua, el karaoke oaxaqueño donde perpetraba a Alfredo Jiménez, los replicantes de Blade Runner

A las seis, vuelve al puente y el capitán le pregunta porqué no duerme. Ahora amanece y la mañana es tan hermosa que alivia a la vez que hace daño. Al fondo Cabo Mayor emite un rayo distante.
Se fondea frente a la isla de Mouro y el viaje se marchita.
Peter, el capitán, llama al abuelo y a su nieto David, con una pequeña discapacidad psíquica, y solicita los servicios del viajero como traductor:
—Anoche te vi al timón. Lo hiciste muy bien, mantuviste el rumbo perfectamente, felicidades.
David extiende su sonrisa prodigiosa.
Y ahora dirigiéndose al abuelo:
—También vi su cara de felicidad…
El viajero traduce, se sube a la Zodiac que ha venido a buscarle, gana la bahía y casi pierde el tren que llevará de nuevo a Madrid.

alfonso. Septiembre 2009

P.D. El Astrid naufragó en la costa sur de Irlanda el 24 de julio de 2013. Unos meses más tarde se reflotó. A día de hoy no se sabe si volverá a navegar.


lunes, 25 de mayo de 2009

Varanasi, ciudad oscura


 Una de las múltiples que la humanidad tiene por ciudades sagradas –Jerusalén, La Meca, El Vaticano o Las Vegas-, Vanarasi confirma la frase de Marx de que lo que una vez fue drama, regresa revestido de farsa.
Lo que una vez purificaba con las aguas juguetonas bajadas del Himalaya, hoy empercude hasta las almas más negras y encallecidas.

De las tres veces que el viajero ha estado en Varanasi o Benarés, la de los tres ríos, esta le ha parecido la más aviesa. La ciudad hindú, con un 32% de musulmanes, se le aparecía entre un sucio amanecer que prometía 45º a las sombras escasas de los vericuetos, reflejando en un espejo trucado lo se que se atisbaba en el fondo de la caverna cuando las luces de la hoguera jugueteaban con los miedos más ancestrales que seres difícilmente humanos aún, en una época muy, muy lejana, no querían volverse para ver.

La primera vez el viajero sintió un asombro genuino y un estremecimiento sincero, colgados de sus treinta escasos años. Los delfines negros que jugueteaban con el cadáver de un niño no cremado, –demasiado joven para merecer la purificación de la hoguera-, la estulticia de un ejecutivo que parecía un vendedor de seguros del grupo Ocaso y se lavaba los dientes con parsimonia al lado del muchacho que aseaba primorosamente a una vaca, el olor insinuante a cadáver rancio que caía de unas angarillas cubiertas de andrajos, la fe recién conversa de los post hippies que se lavaban al lado de un emisario que vertía al río con la dignidad y el aburrimiento perverso de un funcionario municipal las aguas negrísimas de la vetusta ciudad en que predicó por vez primera Buda, la pejiguera del barquero empeñado en vender una alfombra a quien la mochila no le pesaba ni cinco kilos… Todo ello más el sol de las ocho en punto de la mañana hizo que el viajero recorriera al trote la ribera, camino de su hotelito en busca de una baraja y un librillo para ahogar la espera del autobús que le subiera a Nepal y le alejara por unos años de tanto olor a muerte miserable.

La segunda vez fue más amable porque el viajero era más viejo, los delfines se habían extinguido hartos de comer cadáveres con tan mala bebida de acompañamiento, el barquero no vendía nada por miedo a la mirada de piedra del guía -estudiante de filosofía-, la noche anterior los brahmanes habían bailado con cierta gracia las oraciones en honor al falo enorme de Shiva, a su linga negra, el candor de la mirada del sadhu desnudo desarmaba, y el viajero ya había olido el aroma a muerto de cadáveres más cercanos, igualmente cremados, pero a resguardo de la mirada de turistas ansiosos de captar no se sabe qué resquicio mágico, qué chispa de eternidad, en su tránsito hacia la nada.

La tercera vez, -y la última se jura el viajero no muy convencido-, el Ganges levantaba olas de mentirijillas, encrespado por un viento de oriente; los niños, de vacaciones por los durísimos calores de mayo, aprendían a nadar entre risas, y dos indios gordos jugaban entre las aguas pasándose una pelota de volleyball. Solo un aprendiz de gurú, disfrazado de cienciólogo arrepentido, miraba hacia el sitio donde debería aparecer el sol, mientras hacía como que meditaba sobre el más allá, que se encontraba en el horizonte, en Calcuta, donde los comunistas estaban a punto de perder su hegemonía de muchos años en las elecciones en curso.

Sin embargo, el paseo por las calles desiertas de turistas en su sano juicio, los templos caseros con sus imágenes teñidas de pinturas de guerra compradas en un todoacien, la grisura de un amanecer rencoroso, la mirada turbia de las vacas que se guarecían en los zaguanes de las estrechísimas casas, el color ceniciento del lassi casero que intentaba vender en un cubo una viejecilla impasible, el ejército custodiando la mezquita levantada sobre el viejo templo de Shiva, el Templo Dorado del mismísimo Shiva unos metros más adelante, el olor a cabello quemado del cráneo del muerto que crepitaba en la pira, los bostezos de los francotiradores apostados en los
tejados y la mirada perdida, borracha de sueño y sándalo, del primogénito de cabeza recién rapada, duelista a la fuerza, consiguieron que el viajero apretara el paso y afilara la mirada mientras se prometía no volver a una ciudad sagrada hasta que no fuera convenientemente desacralizada, oreada y tendida a un sol más clemente, que permitiera crecer una hierba menos amarga.

alfonso, Varanasi 1988-2009

domingo, 26 de abril de 2009

Mikel

... Pasaron un montón de colegiales en uniforme rojo, pelo repeinado con mucha agua, carteras con dibujos de Disney hechas de pura fayuca al otro lado del Pacífico, calcetines repasados con mil hilos colgando bajo los pantalones cortos y las faldas largas, con esas sonrisas desmadejadas y francas que tienen los niños al levantarse de la cama arrastrando todavía alguna legaña mal lavada. Raúl se acordó de Mikel, el guipuzkoano rubio de nariz tuerce esquinas, que de profesor de ikastola pasó a recorrer el mundo durante diez años para saciar su glotonería de curiosidad, un vicio que le había hecho seguir durante cinco horas a un gordo de esos mórbidos de Nueva York, para registrar sus hábitos y atisbar sus sentimientos.

Al final de sus viajes Mikel se encontró una brasileña de cuerpo imposible para un adicto al patxaran casero, veinte años más joven que él, que le alegró las noches y le amargó los días, algunos años en un rincón inhóspito de Brasil y más tarde en todas las tabernas canallas de Donosti.

Mikel siempre decía -recordaba Raúl con los ojos medio cerrados por la luz y la resaca-, que el paisaje más maravilloso del mundo no eran los bancales de arroz de Bali, ni el templo de Borobudur al amanecer mecido por el contoneo tibio de las palmeras, ni el Perito Moreno al desgajarse una mole de hielo tan azul que hace daño, ni el sadhu desnudo en la ribera del Ganges untándose una ceniza que huele a muerto. Ni siquiera la luna llena iluminando la Pirámide del Jaguar. Tampoco aquella noche estrellada en el desierto del Thar mientras sumergía la mano en la arena helada de las dunas, apurando una Kingfisher casi de litro a la vez que aspiraba el aire sequísimo y escuchaba una orquestina rajastaní de aromas sufíes.

Lo que Mikel siempre decía en las radios donde le invitaban a contar sus viajes era que el paisaje más hermoso de la tierra lo constituía los niños del Tercer Mundo vestidos de uniforme colegial, yendo a la escuela con el pelo todavía húmedo, antes de que el calor y el diesel reventaran la mañana.

Raúl guardaba una última imagen de Mikel en una estación de tren en un pueblo de la provincia de Barcelona, saludando con una sonrisa enorme a un grupo de africanos musulmanes con un salam malekum, para añadir a continuación con un codazo: “Que se note que somos de Bilbao”.

minke

sábado, 25 de abril de 2009

Estampas devotas de la India

 1. Por el camino de la ortodoxia
Es mediodía camino de Mandawa, en el norte del estado del Rajastán. No hace calor porque es febrero, y las primeras mañanas del invierno en el vestíbulo del desierto del Thar, ese pozo de olvido, no arrojan más que los cantos de los pájaros y unos míseros doce grados envueltos en polvo, niebla y arena. Desde el coche no se alcanza a ver más que la cinta de asfalto, algunas vacas somnolientas y camiones feroces cargados con las mercancías más insólitas. Si se fuerza la vista, se puede distinguir a sus conductores, los camioneros con la mirada más vacía del hemisferio.


Aparece una silla de ruedas con pedales en el manillar y toda pintada de blanco. Hay una mujer enorme sentada que se va perfilando sobre el horizonte. Antes de llegar hasta nuestro vehículo desciende sin apenas aspavientos, se levanta sus muchos refajos y orina lentamente contra los calaminos de la cuneta. Al cabo de unos minutos, los vehículos se multiplican tirados, empujados o seguidos por pequeños grupos de individuos, siempre vestidos de blanco. Ahora se puede observar que llevan una tira de gasa gris cubriéndoles la boca. Alguno barre con devoción el suelo con una escoba corta que le obliga a agacharse.
-Son jainistas. No quieren comer sin darse cuenta algún mosquito y quebrantar su estricto voto vegetariano. Barren para tampoco pisar hormigas o animales rastreros –chapurrea en un inglés de piedra nuestro chófer hindú-. Si entrara una cobra en su casa no podrían matarla.
-¿Se irían de casa? -pregunto.
-No, contratarían a un dalit, un intocable para que hiciera ese trabajo impuro.
El templo jainista de Jaisalmer abre a las diez en punto de la mañana. Algunos turistas entramos descalzos. La luz se filtra a través de las bellísimas columnas. El sacerdote con la gasa en los labios se brinda a explicarnos la iconografía. Tiende una vela y con la mano invita a visitar las estatuas de ojos vidriosos de los profetas. Luego pide una contribución y protesta a través de la gasa ante la cicatería de la limosna.


2. Un músico callejero

Antes de que rompa la mañana hay un hindú tocando un viejo instrumento rajastaní en la puerta del palacio de Lalgarth de Bikaner. Aún no ha abierto el museo con el que compartimos pasillo y no ha llegado el viejo guardia de seguridad armado de un largo bastón de bambú con alma de acero, que nos saluda con gestos antes de bajar a desayunar. Pregunto el nombre del instrumento y el camarero me dice que se trata de un bhapang, un instrumento de cuerda que suele utilizarse para tocar baladas épico religiosas y sobre todo, devocionales.
El músico acude todas las mañanas al hotel para despedir a los viajeros y desearles con sus melodías buenos augurios.
Salgo al jardín, contemplo el vagón de tren que utilizaba el sultán en sus viajes, ahora varado en el césped, y el músico hace más rápida la rapsodia, que suena rasgando la mañana. Le saludamos con una breve reverencia, le doy algunas monedas y nos desea muchos hijos y mucha suerte en nuestros viajes.



3. De ratones y hombres
El sol de invierno templa el mármol de Karni Mata, en Deshnok. Hay que quitarse los zapatos y entrar descalzos al templo de puertas de plata teniendo cuidado de no pisar ninguna de las miles de ratas que viven indolentes entre la sincera adoración de los fieles. Varias decenas beben ordenadamente de un gran cuenco de leche. Un animalito, un kaba, corretea sin asomo de pena o vergüenza sobre mis pies desnudos. El sacerdote me indica que no haga más fotos ni me acerque a la abertura de la que salen más ratas a masticar pensativas las bolas de comida que mansamente se les ofrece. La tradición habla de un dios, encarnación de Durga, que pidió a Yama, dios de la muerte, que devolviera la vida al hijo de un cuentista. Al negarse, Karni Mata reencarnó a todos los cuentistas muertos en ratas, privando a Yama de almas humanas.

A la salida unos niños bromean con las mujeres extranjeras que no se han atrevido a entrar. Les hacen gestos de que las kabas, las pequeñas ratas peludas y grises, les están trepando por las perneras de los pantalones y las mujeres ríen un poco espantadas mientras se palpan. Las jóvenes indias de los alrededores reprenden con dulzura a los muchachos.


4. La romana de la ciudad sagrada
Seis de la tarde en los ghat de Vanarasi. Multitud de peregrinos desfilan hacia el Ganges, en vísperas de un festival especial en honor de Shiva, el destructor, el reproductor, cuyo linga, su enorme falo, aparece en forma de piedra negra en muchos de sus templos. Los peregrinos llegados desde todo el subcontinente indio a una de las ciudades sagradas de la humanidad reciben la bendición de un sadhu, un hombre santo completamente desnudo ungido, como el dios, en ceniza. Unos europeos se visten con calma tras bañarse en el río junto a un colector que vierte sin disimulo sus aguas negras al Ganges, que nace de la cabellera de Shiva.

Por las callejuelas que desembocan en el ghat destinado a las cremaciones bajan pequeñas comitivas en silencio. Llevan en angarillas los cuerpos amortajados que huelen desmayadamente a cadáver. Al llegar a la escalinata se detiene ante una romana pintada del mismo azul de la cara de Shiva. Se pesa y se paga la leña, unas 4000 rupias, que garantiza el fin de la rueda de la reencarnación. Algunos perros luchan entre ellos por los huesos que se desprenden de las piras exangües.

Antes de que caiga la noche los brahmanes empezarán la ceremonia vespertina en honor del dios de la ciudad sagrada a golpe de himno, campana e incienso. Los mosquitos revolotean aburridos y las aguas bajan mansas hacia la Bengala Oriental.

5. Un epitafio de piedra

Periyar es el título que se le da a una persona de respeto en el sur de la India, sobre todo dentro de la comunidad tamil. Pero por antonomasia designa a E. V. Ramaswami, el hijo de un comerciante que luchó con todas sus fuerzas contra el sistema de castas de la India, contra las bodas concertadas, contra los brahmanes y, ateo encallecido, contra todas las religiones, la hindú en particular.

Siempre vestía de negro y reivindicaba la lengua dravidiana o tamil, a la que hizo notables contribuciones. Consiguió crear un poderoso partido político, el Dravidar Kazagan o Movimiento Dravididano de la Dignidad Personal, con el que se opuso al expansionismo pan indio del Partido del Congreso.
Cuando murió hizo que se escribiera en la lápida que preside su tumba:

Dios no existe, Dios no existe, Dios no existe.
Tres veces.

alfonso. Febrero 2007

miércoles, 1 de abril de 2009

Las ballenas mexicanas bailan boleros de amor

Después de atravesar por Tijuana la frontera más transitada del mundo (50 millones de pases al año) y bajar casi 800 kilómetros hasta la bahía Ojo de Liebre en Guerrero Negro, el viajero contempla un espectáculo prodigioso. Dos mil ballenas –incluidos 900 ballenatos recién nacidos-, apareándose, bailando, saltando y mirando con ojos magnéticos a los escasos viajeros que cabalgan en panga las aguas saladas y poco profundas de la mayor salina del mundo.

Tras dormir en Tijuana y recordar su época de mayor esplendor entre la Prohibición y la Gran Depresión rememorando los pasos del detective gordo y sin nombre de Dashiel Hammett, el viajero empieza su largo descenso. Si el tiempo le apremia pasará de puntillas por las bodegas vinateras de los valles pegados a la ciudad de Ensenada. Pasará también rápidamente por una ciudad volcada en atender a los somnolientos pasajeros de los grandes cruceros estadounidenses que tienen que tocar un puerto internacional para conseguir una licencia de casino. Visitará a paso de marcha la Bufadora, un chorro de agua del Pacífico que penetra en una cueva y que por el efecto sifón alcanza los veinte metros de altura.
Y lo que al viajero se le antojaba una larga lengua de tierra, de tedio y desierto, empieza a abrumarle y agitarle el alma con un paisaje de tierras insultantemente jóvenes, de sierras, volcanes y lava. Con unos parajes llenos de vida al pie mismo de la carretera: buitres indecisos, graves zopilotes, colibríes estresados, víboras amnésicas, y un mar de plantas cactáceas: cardones, cirios, toretes, palo verde, barriletes... que dibujan el jardín de algún artesano japonés inspirado en una película de Takeshi Kitano.

El viajero cruza el paralelo 28 que separa los estados de Baja California y de Baja California Sur, famoso por su resort de Los Cabos –el tan previsible cul de sac de la península-, y contempla un punto escéptico el monumento El Águila de Acero de cierto aire marcial. Tras opinar lo mismo que de la música militar opta por bajar a hacer noche hasta el pueblecito de San Ignacio, un oasis de palmeras datileras traídas por los españoles que parece trasplantado directamente desde algún lugar del Sahel. La misión jesuita de San Ignacio Kadakaamán, fundada en 1728, es lo único que contradice la vocación sahariana del poblado.

Desde allí subirá a la sierra de San Francisco, a casi 2000 metros de altura ganados a uña de todoterreno por una pista de terracería . Dentro de la gran Reserva de la Biosfera del Desierto de Vizcaíno alberga una de las vistas del desierto más hermosas que compensará con sus cañones y quebradas a aquel que no pueda visitar las Barrancas del Cobre, a unos mil kilómetros a vuelo de pájaro, ya en el continente, en el vecino estado de Sinaloa. Próximo a un albergue que se construye con la colaboración de la Agencia Española de Cooperación se encuentra una gran oquedad que sirvió de abrigo tranquilo al artista rupestre de fecha aún desconocida que se atrevió a plasmar sus sueños afiebrados de chamanes y jaguares.


Vuelve tras sus pasos y recorre de vuelta los 140 kilómetros que le separan nuevamente del poblado de Guerrero Negro, apenas una calle con edificios a ambos lados, levantados para albergar y proporcionar servicios a los trabajadores de la mayor salina del hemisferio. Se trata del primer productor de sal industrial del mundo, un complejo de maridaje modélico entre industria y medio ambiente, regentado por la japonesa Mitsubishi y el gobierno mexicano que acoge con orgullosa dedicación a la colonia de aves migrantes procedentes del norte: Rusia, Canadá, Estados Unidos. Muy en especial al águila pescadora, antes en peligro de extinción y que hoy cría despreocupadamente sus polluelos sobre los postes numerados levantados al efecto, dentro de un proyecto especial de protección de esas aplicadas pescadoras.

El atardecer de principios de marzo resbala sobre las ruinas industriales del antiguo pantalán de embarque de sal y del faro, hoy en desuso, y el paseo entre cantos de pájaros de toda especie, no hace olvidar el verdadero propósito del viaje. Así, los prismáticos se vuelven subrepticiamente hacia el horizonte de la bahía en busca de aletas descomunales o delfines juguetones.

Al día siguiente muy temprano se emprende la excursión perfectamente organizada y monitorizada por el organismo federal mexicano de protección de la fauna y el medio ambiente que se encarga de cuidar el Parque Natural de la Ballena Gris. México fue el primer país del mundo en declarar zonas protegidas para las ballenas y en elaborar una ley de rango federal para la protección integral de los cetáceos.

Éstos han recorrido unos diez mil kilómetros desde Alaska huyendo de sus depredadores, sobre todo orcas y tiburones o algún japonés o noruego poco dado a moratorias. Desde tiempos inmemoriales bajan en busca de las aguas poco profundas y fuertemente salinizadas de la bahía, para aparearse allí en una danza de espuma, y parir a sus ballenatos en las aguas calmas. La enorme bahía les brinda refugio seguro para la reproducción, para sus danzas de amor, sostenida la hembra por un macho que la mantiene a flote mientras otro la cubre. Les proporciona un territorio propicio donde ejecutar sus cabriolas apoyando sus cuarenta toneladas sobre la cola para asomarse a echar un vistazo en derredor; para saltar alegremente levantado nubes de agua y para practicar el body surfing sacando una aleta dorsal y mantener la otra sumergida a modo de orza.

Allí el viajero emocionado y trasmutado de nuevo en niño puede oler el fétido aliento del ballenato al echar su chorro en forma de corazón, tocar alborozado la cabezota de madre e hijo mientras la llama a voces -¡Ven bonita, ven bonita!- desde la amura de la pequeña lancha, perder la cámara al asomarse demasiado, caer contra el banco al balancear la embarcación, empapar los dos mangas del impermeable hasta el hombro del agua salobre de la bahía, chistar a lo lejos sin dejar ni un instante la mirada embobada y la sonrisa perruna y agotar los carretes –y ahora los megas-, sin conseguir ninguna foto que luego haya reflejado la emoción ilimitada que ha sentido cuando la madre ha empujado suavemente la barca con su lomo y ha animado al ballenato a subir a la superficie para que le acaricien la espalda gigantesca.

Ya luego de vuelta en el hotel, aún con los ojos brillantes y emocionalmente ahíto, recuerda el ojo enorme de la madre mirándole y rememora las explicaciones del timonel:
-Se debe sin duda a las vibraciones del motor, los colores brillantes, la masa de la panga... a una mezcla de todos esos factores.
Y sacude la cabeza.
-Ni modo, hombre, -se dice chapurreando ya algo de mexicano básico-. El viajero cree haberse visto reflejado en ese ojo y ya nunca olvidará su imagen en la pupila inteligente y orgullosa de la madre mientras nos muestra y acerca su cría.
Marzo de 2004

miércoles, 25 de marzo de 2009

Perito en dunas






Cada vez que decía que iba a pasar una semana en Brasil, a su interlocutor de turno invariablemente se le encendía una sonrisa maliciosa. Pero cuando el viajero añadía que iba al desierto de Brasil, a ver unas dunas enormes pespunteadas de lagos de agua dulce, el otro arrugaba el ceño y meneaba la cabeza.


Después de sobrevolar Lisboa y aterrizar al norte del diáfano estuario que forma el Tajo al llegar al Atlántico, el viajero tiene que correr para abordar el aparato que continúa hasta la ciudad de Fortaleça. Ha seguido el vuelo con curiosidad cada vez que la pantalla concedía una pausa y se abría para indicar los datos -todos como siempre estremecedores: temperatura, altura, velocidad...- y situar al avioncito virtual sobre un rosario de islas, Madeira, Canarias, Cabo Verde, que van jalonando como piedras en un río el trayecto de la nave hasta llegar a un punto situado algo más arriba de la joroba de Brasil. ¿Seguirá echando de menos su ayuntamiento con el vientre que forma el golfo de Guinea? ¿Qué se llevaría encima cuando se separaron los dos continentes? ¿Bosques de palmeras, animalitos, poblados enteros?

Antes de pasar control de pasaportes el estado de Ceará advierte contra el turismo sexual con unos grandes cartelones de muchachos y muchachas que invitan a decir no. Se siente el calor del trópico y una lluvia gris cae sobre la ciudad de Fortaleça, que se extiende trazando un arco muy abierto sobre una enorme playa donde se yerguen un montón de palmeras desmochadas, sucias y melancólicas. Pura transición hacia las playas más septentrionales, el viajero apenas sale unas cuadras de un hotel que promete resort, con sus muros de cemento ribeteados de colores pastel, para despacharse unos peces, unas cervezas y unos frijoles frente a la arena donde yacen como esqueletos las estructuras metálicas de cientos de chiringuitos.


Al día siguiente por la mañana, bajo el alegre sol de la madrugada del trópico están formados los todo terreno que llevarán hacia Jericoacoara al grupo de viajeros que se ha juntado en el hotel. Se trata de Land Rover flamantes, ahora ya sin esos odiosos trasportines traseros y con una suspensión cómoda para el asfalto que les deparan las siguientes tres horas de paisaje ininterrumpido de palmeras de todas clases y formas. El chófer del vehículo explica imponiéndose al ruido del motor las múltiples aplicaciones de estos enormes palmerales y sus cocos. El viajero cree escuchar algo sobre un programa llevado a cabo por la Universidad de Pará para investigar productos de origen vegetal denominado Poema, Pobreza y Medio Ambiente en Amazonía. Sin duda estamos en el trópico, murmura para sí.

El conductor explica también que gracias a la época de lluvias en la que nos encontramos en pleno mes de abril, el lujurioso bosque verde que se abre a ambos lados de la carretera, no se convierte en un erial agostado y ocre.

Tras unas cuantas bifurcaciones y algunos kilómetros más de asfalto los coches entran en una carretera primero polvorienta y luego arenosa. Se hace un alto para comer pescado, arroz y frijoles frente a un mar muy azul, regados en unas cervezas envueltas siempre en un caparazón rojo de plástico que promete resguardarlas del calor. De nuevo en los todo terreno, éstos enfilan la playa avanzando decenas de kilómetros a orilla de las olas, mientras el cercano horizonte dibuja las primeras dunas y las primeras palmeras solitarias con su charquito al lado, exactamente igual a los espejismos que se les aparecían a los náufragos del Sahara en los tebeos de una infancia ya remota

Está cayendo el sol y el conductor acelera la marcha y sale de pronto de la orilla para atravesar un camino que apenas se distingue. Al fondo empiezan a destacarse las siluetas de un poblado de construcciones bajas que el vehículo desdeña mientras atraviesa un regato y enfila una gigantesca duna donde se sientan, casi parece que con los pies colgando, una fila interminable de jóvenes descalzos, ataviados todos con indumentaria minimalista y tanto ellos como ellas con larguísimas melenas. El sol empieza a caer cada vez más rápidamente sobre el horizonte, casi desplomándose, amenazando con crepitar al hundirse en el agua. El viajero no espera el mitológico rayo verde que tanto ansiaba ver Cortázar pero mira de soslayo de vez en cuando bajo las tupidas gafas de sol.
En Jericoacoara ya hay luz, agua corriente y teléfono, pero aún no carretera asfaltada ni banco. Hay ya hoteles lujosos que juegan a feng shui y spa de mentirijillas, pero las ranas siguen hipando por centenares cuando el sol ya se ha ocultado del todo. “Es igual que hace 20 años”, escribe en su móvil a una amiga pionera que viajó en camión a este rincón mecido por las canciones de los Beach Boys. “Pero ha perdido ese encanto de paraíso auténtico y ahora es de casitodoacien” exagera apurando los 160 caracteres.

La mañana arranca lluviosa. “Es temporada” sonríen las dos chicas de recepción mientras levantan apenas los hombros. “Pero sólo un momentico, luego sol, muito sol” le responde uno de los conductores de la fila de bugis estacionados afuera. El día trascurre subiendo y bajando dunas a toda velocidad, haciendo fotos, atravesando lagos sobre almadías rudimentarias empujadas por los bicheros de los pescadores desplazados ahora a quehaceres más productivos, deslizándose por las dunas en tablas engrasadas en una especie sand board. El viajero abre las aletas de la nariz pretendiendo captar el aroma a breas, salitres y peces de un mar que no huele. Al fin, tras bajar la enésima duna, los pequeños bólidos rojos aparcan frente a unos chiringuitos instalados a modo de palafitos sobre el agua turbia de una laguna. Incluso hay mesas instaladas directamente sobre el agua.
Al cabo de unas horas y tras un atardecer que se arrastra lento los jinetes regresan al hotel con la satisfacción de haber hecho algo políticamente incorrecto y ecológicamente reprobable.

Al día siguiente toca barco, un lanchón panzudo y plácido que desde Camoncin se tomará unas cuantas horas en atravesar parte del Delta del Parnaíba. Nadie deja de escrutar el agua ante el anuncio de que podrían verse yacarés. Pero solo algunas tímidas iguanas contemplan impávidas y perezosas la comitiva desde algunos árboles pelados de la orilla. Sigue sin haber pájaros.
Casi con la caída del sol los tuc-tuc llegan resoplando hasta un recodo del río donde vuelven a levantarse unas dunas doradas a las que se fija el ancla. Al otro lado de Feijoo Bravo está el Atlántico y una playa kilómetrica, vacía en toda su extensión. Unos se sientan, otros intentan fotografiar la inmensidad de la playa desnuda, el horizonte de cúmulonimbos, los más corren hacia los olas templadas.

Tras regresar a una isleta del delta y cenar plácidamente desembarca un grupo de franceses sonrosados de un barco versión 2.0 de crucero lunamielero y se instalan en una terraza donde disfrutar de su cena y de un grupo local de forró ¾música tradicional de la zona¾ que el guía les ha contratado. Nuestro grupo, con cervezas y capirinhas en la mano se acerca tímidamente a asistir como de tapadillo a un espectáculo pagado por los franceses.
El cantante, un hombre mayor con manos de campesino, desgrana larguísimas canciones de ritmo repetitivo, que suenan mitad rap, mitad reggae, mitad salmodia sufí. Al cabo de una hora larga de actuación, tres canciones salpicadas de dos breves pausas, los músicos se retiran seguidos al poco tiempo por los franceses. No podría averiguarse cuál de los tres grupos está más cansado. Suben al crucerito, las luces se van apagando mientras se alejan y se encienden las estrellas, y al quejido armónico y un punto hipnótico del forró le sucede un silencio áspero sólo roto por alguna inevitable rana y el zumbido de los mosquitos.

El sol se levanta despacio sobre el delta iluminando una bahía en marea baja, salpicada de pequeñas embarcaciones, diríase que diseñadas más para protegerse del sol que para disfrutar el paisaje. El capitán del tuc tuc que nos llevó ayer –barbado, moreno, de mediana edad y auxiliado por un grumete con trazas de ser su hijo-, saluda con la mano mientras apareja unos cabos.
El pasaje va acomodándose, cada uno de acuerdo a su ánimo: sentados bajo la techumbre de la cubierta los mayores, tendidos sobre ella los más jóvenes. El lanchón avanza perezosamente por un dédalo de bifurcaciones de paredes verdosas mientras se pueden contar las revoluciones del motor, un poco asmático. El viajero recordará un viaje del mismo porte en el célebre vaporetto del Retiro hará ya demasiados años, mientras le cedían paso las carpas medio podridas del estanque y los gorriones jugaban a ser gaviotas persiguiendo una estela anoréxica para ganarse unas migas de patatas fritas.

El barco arriba a Tutoia, un pequeño pueblecito de pescadores, donde apenas hay tiempo de apurar unas cervezas garimpeiras. A continuación se abordan los todo terreno que atravesando una larga lengua de tierra por carretera de tierra y tras subir unas dunas monstruosas permiten ver el mar presentido tanto rato más allá del cauce del río. Nadie en el horizonte, apenas unas vaquitas ajenas, unos cayucos semi abandonados, un grupo de capoeira practicando al lado de unas cabañas de pescadores. Los Land Rover siguen pisando las olas asustando literalmente a pequeñas manadas de peces diminutos asentados en los riachuelos que nadan a saltitos camino del océano. En el horizonte, allá por África, llueve.
Las cabañas del hotelito Porto Buriti, de techo de hierro corrugado y porche coquetón, están situadas en un largo puntal de arena, Ponta do Caburé, entre el Atlántico y el río Preguiças, que alguien comenta que significa “indolente”. Y en efecto nada parece alterar y mucho menos conmover a su música callada.

Los mosquitos se aprovechan de la ausencia de ventiladores y mosquiteras mientras se ríen abiertamente de los pieles blancas y sus ridículas lociones, brebajes y ungüentos. Alguien reparte espirales de piretrinas, más a modo de incensario que de remedio contra los tigres do noite.
El Preguiças desemboca cinco kilómetros más adelante que se cubren caminando de madrugada aliviando los picores de las pantorrillas con el agua salada, a la vez que se contempla, en esos silencios que propician las madrugadas, el mar grisáceo y las tormentas lejanas. Todas las parejas caminan cogidas de la mano.

A la tarde, el río, ahora remontado en lancha rápida fuera borda, conduce a los pequeños Lençois, el vestíbulo del Parque Nacional de los Lençois Maranhenses, Si lo visto hasta ahora parecían dunas enormes, la que se levanta ante el viajero las empequeñece. Debe medir cerca de treinta metros de altura y como en las pirámides mayas más escarpadas, han tendido una cuerda para ayudar en la escalada, que se realiza hundiendo trabajosamente los pies descalzos hasta media pierna en la arena extrañamente fría.

El grupo camina solitario sobre la cuerda de varias dunas hasta descubrir pequeños lagos en las hondonadas que albergan laguitos de temperatura volcánica. Al fondo se dibujan pequeñas manadas de caballos de piernas finas y la línea azul del Atlántico. Unos se bañan, otros se sientan en el borde de las dunas, otros se tiran por las laderas, los menos se echan las cámaras a la cara tratando de buscar curvas que enmarquen el horizonte infinito y alguna sombra que suavice la luz de albero sevillano.

Pero sólo se entiende el nombre del parque cuando se sobrevuela en avioneta. Entonces, sí, los Lençois parecen eso, sábanas blancas tendidas al sol. Como si se hubieran extendido al cegador sol de la mañana con desgana, sobre una vegetación de ribera que les levanta jorobas y les dibuja arrugas bajo el tejido blanquísimo. Hay lagos de todos los colores -del ocre al turquesa, del ópalo al de la leche turbia recién ordeñada- , y si se entornan los ojos el paisaje podría recordar al que vislumbraba el paciente inglés bajo su avioneta.

Luego, durante lo que queda del día, se recorrerán en Toyota, ahora sí tecnología japonesa para vadear pozas y ríos cuyas aguas trepan por el capó. Los conductores eligen -uno puede llegar a sospechar que al azar-, diminutas trochas donde las ramas golpean las ventanillas.
La primera parada es para visitar varias lagunas, Lagoa do Peixe, Lagoa da Esperanza, Lagoa Bonita hasta llegar a la más hermosa, Lagoa Azul, un estanque de un intensísimo azul celeste repleta de pequeños pececillos. Han sido dos horas de baile descoyuntador sobre los asientos posteriores del coche instalados en la tina, y un largo paseo con los pies descalzos hundiéndose en las arenas. Al llegar, un hombre mayor que porta un maletín negro sospechosísimo del que no se ha separado ni un instante en todo el viaje, maldice por lo bajo. “El que quiera azul celeste, que le cueste” masculla entre dientes el viajero recordando las chanzas de los mexicanos al llegar a los frescos de Bonampak, cerca del río Usumacinta, en medio de la selva chiapaneca.

De nuevo en los coches y tras otra hora de recorrido los Toyota llegan a un calvero. Bajan los conductores enarbolando su eterna sonrisa de cangaceiros, esos que robaban a los ricos para dárselo a los sintierra, a los auténticos desterrados del nordeste brasileño, y señalan con retranca un charco herrumbroso que hay que vadear y una duna a la que hay que subir trepando por una cuerda. Son las cuatro de la tarde y el sol aprieta.

Arriba los Lençois despliegan todo su poderío bajo las nubes. Una enorme extensión de dunas gigantes, algunas con lagos azulados y verdosos en su regazo, abarca hasta donde llega la vista. Las nubes de evolución juegan con las luces y las sombras. Al cabo de un tiempo el pequeño grupo se ha dispersado por el amplísimo horizonte. La luz cambiante y ahora ya un poco oblicua, la disposición de las diminutas figuras sobre el paisaje y la enorme extensión desierta recuerda extrañamente la sensación de soledad y recogimiento que producen los cuadros de Hopper.
El grupo vuelve sobre sus pasos, baja la duna, vadea el charco cobrizo y sube a los coches que emprenden el regreso por un atajo hacia el pueblo de Barreirinhas.

Desde allí y en cuatro horas de autobús en una carretera plagada de animales felices, indiferentes al asfalto, se llega a Sao Luis, una ciudad mestiza entre los mestizos, con influencias francesas, holandesas, africanas y antillanas que huele a la Habana. Sus casas desconchadas, las mujeronas sentadas en mecedoras a las puertas de sus casas, los palacetes modernistas invadidos por la melancolía y las hierbas, el ambiente pegadizo, los furiosos chaparrones, algunos pájaros cansados -¡por fin!-, mezcla de gallinazo y zopilote, y el reggae mezclado, no agitado, de Cidade Negra y del bahiano Edson Gomez que suenan por doquier en el calor de la noche, acaban contagiando su alegría a los viajeros que se duchan ávidamente para ganar la calle.
El vuelo del día siguiente a Fortaleça cierra el círculo de un viaje redondo.
Marzo 2006

viernes, 2 de enero de 2009

Sáhara en el corazón

Cuando el viajero sale del avión en Tinduf, al extremo suroeste de Argelia, no nota como temía el bofetón cálido del aire del desierto, ni la sensación aplastante de los 45 grados que le habían prometido. Es de noche y hay en el aire, eso sí, un ronroneo callado de motor todo terreno, un olor sutil a diesel y una sequedad irritante.

Al cabo de unos pocos kilómetros de asfalto uno de los treinta Toyota que han venido a recoger a los poco más de 150 personas que volaban en el charter fletado por las diversas asociaciones de solidaridad españolas, emboca una pista de tierra y vadea el primer bache. Antonio, un veterano lo suficientemente loco como para haber corrido un maratón en estas tierras y con más viajes a los Campamentos a sus espaldas, advierte:
-El primero de una larga serie. Ahora son un par de kilómetros. Mañana unas nueve horas hasta Tifarity.
-¿Así todo el rato?
-No, a noventa por hora.

No es el único que repite. De las haimas y las casas de adobe empiezan a salir sobre todo mujeres y niños que saludan, abrazan y saltan alrededor de los veteranos pronunciando sus nombres con la vehemencia y la precipitación que presta el hassaniya, la versión local del árabe.
Huele a arena y a cabra y las estrellas filmadas en las películas sobre el desierto se esconden burlonas tras un velo de niebla arenosa mientras las mujeres lucen otros velos de vivísimos colores, la melfah, versión entre pop y funky de los de otras latitudes. Pero aquí los lucen con orgullosa coquetería, sin esconderse tras ellos.

El grupo que viajaba en el coche se dirige a una construcción de adobe en cuyo patio se levanta una haima de lona verde y se extienden un montón de esterillas y alfombras rojas, de esas que venden los ambulantes por los bares de Lavapiés. Todos rechazamos la cena tras dos imaginativos refrigerios servidos por Air Algerie, generosamente regados por Mirinda de manzana a temperatura ambiente. La hija de nuestra anfitriona, la directora de las escuelas de los Campamentos 27 de Febrero, empieza a escanciar el té de vaso en vaso y vuelta a la tetera. Al cabo nos ofrece un brebaje muy azucarado.
-Dulce como el amor -dice el veterano y no puedo evitar volverme a mirarle.
Bebemos, devolvemos los vasos y siguen las manipulaciones. Luego, otro vaso.
-Suave como la vida.
Y tras las mismas maniobras añadiendo sólo agua a las hierbas, el tercero.
-Amargo como la muerte.
Las tres mujeres –las dos saharauis y la visitante- charlan y se dejan fusilar por los flashes de nuestras cámaras. Al primer elogio sobre sus vestidos las saharauis se levantan, entran y salen al instante anudando una melfah, de un azul tan celeste que hace daño, en torno a los ojos también azules de Carmen.


Me dejo caer sobre las mantas y las alfombras y el cojín que alguien ha colocado estratégicamente. La arena suda su calor, el camello bordado en la almohada sonríe, la hija reza sus oraciones, la madre retira la mesita del té.

Hacia el suroeste
Tras la reiterativa llamada del muecín a la oración, los Toyota entonan la suya. Desayunamos lo que nos han preparado y salimos corriendo hacia la explanada de tierra, donde se despereza el ganado, los niños enarbolan tremendas sonrisas luciendo sus camisetas del Betis, Athletic, Valencia, Osasuna y... de Zidane, y nos esperan los conductores, acompañantes y dirigentes del Frente Polisario.
-Como sabéis vamos a ir al Muro en este 32 aniversario del comienzo de nuestra lucha. Luego, pasaremos a territorio liberado hasta llegar a Birlehlou, comeremos y descansaremos en lo más duro del mediodía para continuaremos hasta Tifarity.

Al abandonar el asfalto y salvar los últimos edificios de los alrededores de Tinduf, descubrimos un mar de contenedores marítimos en medio de la arena.
-No vale la pena llevarlos de vuelta, -observa Mohamed Sidati, ministro representante del Frente Polisario ante la Unión Europea que hoy nos hace de guía, mientras enciende un puro dentro del atestado vehículo y se coloca en torno a la cabeza el pañuelo negro, el fam, que protege del sol y la arena, y como los rebozos mexicanos espero que también de las penas y olvido.
Pasan tres horas atravesando la Hamada –el desierto más duro del mundo- circulando los vehículos algunos trechos de 10 en fondo y levantando un mar de polvo. A veces una acacia desafía el yunque del sol y un lagarto yergue la cabeza mostrando su eterno escepticismo. Pruebo a quitarme las gafas de sol durante un instante. Corto, muy corto.

Llegamos hasta el Muro, nos advierten contra las minas -manteneros siempre detrás de nosotros y no sobrepaséis la pancarta-, de grapa, saltarinas, de racimo, de metralla... generosamente regadas por la zona, y se despliegan las banderas, todas las banderas imaginables, aunque son mayoría las de la República Árabe Saharaui Democrática. A lo lejos, tras un muro fortificado se vislumbran las figuras de los soldados marroquíes y los cañones de los antitanques y las ametralladoras pesadas. Manuel, el cámara de TVE, corre por la zona filmando cámara al hombro y Frank Sevilla, el mítico corresponsal de RNE, al que tantas veces hemos oído esbozar una sonrisa por la radio en la peor de las situaciones, planta su micrófono amarillo ante una mujer vestida toda de negro.



-Si los marroquíes fueran comunistas ustedes llamarían a eso –dice la mujer de negro señalando la cadena de montículos fortificados- el Telón de Arena.
Volvemos a subir a los coches mientras el sol castiga casi desde la vertical y continuamos camino hasta Birlehlou. El agua mineral de las botellas dejadas en los coches debe rozar los 40 grados. Más que la de una ducha recuerdo, y al instante me arrepiento porque también se me ha aparecido como un perverso espejismo la imagen de una cerveza.

Dentro del todo terreno temblamos como azogados agarrados al techo, al asiento, al filo de las ventanillas. Mohamed sigue fumando su puro. Uno de los vascos anda un poco pálido y una chica se sujeta discretamente el pecho para que no se mueva como una bola de mercurio en la mano de un afiebrado. La imagen de los vehículos avanzando entre las piedras a toda velocidad con las banderas desplegadas es definitivamente hermosa. Mientras se suceden algunas acacias retorcidas y empolvadas y el horizonte dibuja una línea vacilante al que nunca llegaremos, pienso en esta sociedad árabe, laica, moderna y democrática, amante de la paz, que podría constituir una sólida alternativa al fundamentalismo y cuyo escaso número y las ruines razones geoestratégicas condenan al olvido y exilio. No parece que en esta tierra el talante y los derechos reconocidos por Naciones Unidas valgan contra la riqueza mineral del desierto y las amenazas que llegan de Marruecos.

Este pueblo apenas supera las doscientas mil personas que viven en lo inhabitable, privados de su mar, sufriendo el exilio lejos de las melancólicas palmeras de su tierra amada, con familias divididas y en las condiciones más duras. Son apenas doscientas mil personas las que nos mienten promesas de amor con el té, y nos enseñan orgullosos un desierto que al viajero se le antoja más rencoroso que un camello.

Mohamed, el ministro responsable ante la Unión Europea, se vuelve como si me hubiera leído el pensamiento, sonríe, abre las manos mientras encoge los hombros y me echa el humo del puro a la vez que afirma con el optimismo salvaje de este pueblo:
-También escribo poesía. Luego te enseño unos versos.


Los fuertes
Birlehlou era un viejo fuerte de las fuerzas españolas y hoy alberga un cuartel, una escuela, un hospital, todo del EPLS, el ejército saharaui. Entramos en grupos de diez en unas habitaciones frescas, absolutamente vacías y cubiertas de alfombras donde esperaremos a que el sol se apiade de nosotros para continuar viaje. Nos refrescamos la cara en una lavabito, tomamos té, -dulce, suave y amargo alternativamente- dormitamos, comemos pinchos morunos de carne de camello que nos han hecho junto con unas minúsculas porciones de tortilla de patatas. Un gracioso de detrás de la fila que recoge el rancho pide dos cañas a gritos.


















A las seis subimos de nuevo a los Toyota que esperan pastando la arena a 45º y con un tres por ciento de humedad. Casi tres horas después llegamos a Tifarity, cabecera del territorio que los saharauis han recuperado a Marruecos. Allí presentará cartas credenciales el embajador de Sudáfrica, 67 país que reconoce a la RASD, comeremos con el rais, Mohamed Abdelaziz, y asistiremos a la parada militar que conmemora el 32 aniversario de una lucha contra la ocupación ilegal marroquí, que pretende restablecer la legalidad internacional haciendo cumplir las resoluciones de Naciones Unidas y el Tribunal de la Haya.

Al caer la noche los músicos que viajan desde la Península afinan sus instrumentos y montan el equipo de sonido para brindar el concierto prometido pero el viajero, caballo viejo, se tira sobre las alfombras de la habitación que comparte el con el equipo de TVE del programa Reporteros y se queda instantáneamente dormido.

Por la mañana volvemos a subir a los coches hasta llegar a la explanada donde se va a efectuar la parada militar. El paisaje ha cambiado: hay más rocas y de mayor tamaño y unos tímidos cerros cercan la zona. Corremos hacia una tribuna techada de hierro corrugado frente a la cual en un perfecto cuadrilátero forman soldados pulcramente uniformados, blindados ligeros, antiaéreos sobre vehículos, cañones sin retroceso, ametralladoras pesadas y obuses de diversos calibres.

En el discurso del Presidente Abdelaziz se pide el respeto a la legalidad, al Plan de Paz conocido con el nombre del Comisario de Naciones Unidas James Baker; se hace un llamamiento a que la ONU y su Consejo de Seguridad asuman sus responsabilidades, a que la comunidad internacional haga cumplir los compromisos adoptados y se celebre por fin el referéndum de autodeterminación. Los soldados siguen en posición de firmes bajo el sol ardiente de las 11 de la mañana. El viajero sube a un niño sobre sus hombros y sale al sol. El niño no deja de hablar en su lengua mientras juega con un muñeco de goma ajeno al hierro y al polvo.


Esta vez el regreso se realiza de tirón hasta los Campamentos. Nueve horas tras la estela del vehículo que nos antecede. Sólo se para una vez para ver el atardecer y hacer un té bajo las acacias enanas.
Nuestra familia de acogida ha preparado cuscús, ensalada, fruta y té para la llegada. Me intento quitar la arena de las pestañas, del bigote, meterme los dedos entre el pelo. Dormimos 30 minutos hasta que nos despiertan nuestros anfitriones avisándonos que los coches están llevando a los visitantes al aeropuerto. Son las tres de la mañana.

La madre, la hija y el primo de nueve años que dormitaban encima de la arena junto a nosotros, nos acompañan hasta el último vehículo que nos espera pacientemente y nos despiden con grandes sonrisas rozando nuestras manos con las suyas teñidas de henna. Las mujeres se besan.
-¡Coño!, parecen felices –dice uno de nosotros ya dentro del coche.
-Sí ,-repito- parecen felices. Y nosotros, chaval: mañana cerveza.

Mayo de 2005

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian