... Pasaron un montón de colegiales en uniforme rojo, pelo repeinado con mucha agua, carteras con dibujos de Disney hechas de pura fayuca al otro lado del Pacífico, calcetines repasados con mil hilos colgando bajo los pantalones cortos y las faldas largas, con esas sonrisas desmadejadas y francas que tienen los niños al levantarse de la cama arrastrando todavía alguna legaña mal lavada. Raúl se acordó de Mikel, el guipuzkoano rubio de nariz tuerce esquinas, que de profesor de ikastola pasó a recorrer el mundo durante diez años para saciar su glotonería de curiosidad, un vicio que le había hecho seguir durante cinco horas a un gordo de esos mórbidos de Nueva York, para registrar sus hábitos y atisbar sus sentimientos.
Al final de sus viajes Mikel se encontró una brasileña de cuerpo imposible para un adicto al patxaran casero, veinte años más joven que él, que le alegró las noches y le amargó los días, algunos años en un rincón inhóspito de Brasil y más tarde en todas las tabernas canallas de Donosti.
Mikel siempre decía -recordaba Raúl con los ojos medio cerrados por la luz y la resaca-, que el paisaje más maravilloso del mundo no eran los bancales de arroz de Bali, ni el templo de Borobudur al amanecer mecido por el contoneo tibio de las palmeras, ni el Perito Moreno al desgajarse una mole de hielo tan azul que hace daño, ni el sadhu desnudo en la ribera del Ganges untándose una ceniza que huele a muerto. Ni siquiera la luna llena iluminando la Pirámide del Jaguar. Tampoco aquella noche estrellada en el desierto del Thar mientras sumergía la mano en la arena helada de las dunas, apurando una Kingfisher casi de litro a la vez que aspiraba el aire sequísimo y escuchaba una orquestina rajastaní de aromas sufíes.
Lo que Mikel siempre decía en las radios donde le invitaban a contar sus viajes era que el paisaje más hermoso de la tierra lo constituía los niños del Tercer Mundo vestidos de uniforme colegial, yendo a la escuela con el pelo todavía húmedo, antes de que el calor y el diesel reventaran la mañana.
Raúl guardaba una última imagen de Mikel en una estación de tren en un pueblo de la provincia de Barcelona, saludando con una sonrisa enorme a un grupo de africanos musulmanes con un salam malekum, para añadir a continuación con un codazo: “Que se note que somos de Bilbao”.
minke