miércoles, 1 de abril de 2009

Las ballenas mexicanas bailan boleros de amor

Después de atravesar por Tijuana la frontera más transitada del mundo (50 millones de pases al año) y bajar casi 800 kilómetros hasta la bahía Ojo de Liebre en Guerrero Negro, el viajero contempla un espectáculo prodigioso. Dos mil ballenas –incluidos 900 ballenatos recién nacidos-, apareándose, bailando, saltando y mirando con ojos magnéticos a los escasos viajeros que cabalgan en panga las aguas saladas y poco profundas de la mayor salina del mundo.

Tras dormir en Tijuana y recordar su época de mayor esplendor entre la Prohibición y la Gran Depresión rememorando los pasos del detective gordo y sin nombre de Dashiel Hammett, el viajero empieza su largo descenso. Si el tiempo le apremia pasará de puntillas por las bodegas vinateras de los valles pegados a la ciudad de Ensenada. Pasará también rápidamente por una ciudad volcada en atender a los somnolientos pasajeros de los grandes cruceros estadounidenses que tienen que tocar un puerto internacional para conseguir una licencia de casino. Visitará a paso de marcha la Bufadora, un chorro de agua del Pacífico que penetra en una cueva y que por el efecto sifón alcanza los veinte metros de altura.
Y lo que al viajero se le antojaba una larga lengua de tierra, de tedio y desierto, empieza a abrumarle y agitarle el alma con un paisaje de tierras insultantemente jóvenes, de sierras, volcanes y lava. Con unos parajes llenos de vida al pie mismo de la carretera: buitres indecisos, graves zopilotes, colibríes estresados, víboras amnésicas, y un mar de plantas cactáceas: cardones, cirios, toretes, palo verde, barriletes... que dibujan el jardín de algún artesano japonés inspirado en una película de Takeshi Kitano.

El viajero cruza el paralelo 28 que separa los estados de Baja California y de Baja California Sur, famoso por su resort de Los Cabos –el tan previsible cul de sac de la península-, y contempla un punto escéptico el monumento El Águila de Acero de cierto aire marcial. Tras opinar lo mismo que de la música militar opta por bajar a hacer noche hasta el pueblecito de San Ignacio, un oasis de palmeras datileras traídas por los españoles que parece trasplantado directamente desde algún lugar del Sahel. La misión jesuita de San Ignacio Kadakaamán, fundada en 1728, es lo único que contradice la vocación sahariana del poblado.

Desde allí subirá a la sierra de San Francisco, a casi 2000 metros de altura ganados a uña de todoterreno por una pista de terracería . Dentro de la gran Reserva de la Biosfera del Desierto de Vizcaíno alberga una de las vistas del desierto más hermosas que compensará con sus cañones y quebradas a aquel que no pueda visitar las Barrancas del Cobre, a unos mil kilómetros a vuelo de pájaro, ya en el continente, en el vecino estado de Sinaloa. Próximo a un albergue que se construye con la colaboración de la Agencia Española de Cooperación se encuentra una gran oquedad que sirvió de abrigo tranquilo al artista rupestre de fecha aún desconocida que se atrevió a plasmar sus sueños afiebrados de chamanes y jaguares.


Vuelve tras sus pasos y recorre de vuelta los 140 kilómetros que le separan nuevamente del poblado de Guerrero Negro, apenas una calle con edificios a ambos lados, levantados para albergar y proporcionar servicios a los trabajadores de la mayor salina del hemisferio. Se trata del primer productor de sal industrial del mundo, un complejo de maridaje modélico entre industria y medio ambiente, regentado por la japonesa Mitsubishi y el gobierno mexicano que acoge con orgullosa dedicación a la colonia de aves migrantes procedentes del norte: Rusia, Canadá, Estados Unidos. Muy en especial al águila pescadora, antes en peligro de extinción y que hoy cría despreocupadamente sus polluelos sobre los postes numerados levantados al efecto, dentro de un proyecto especial de protección de esas aplicadas pescadoras.

El atardecer de principios de marzo resbala sobre las ruinas industriales del antiguo pantalán de embarque de sal y del faro, hoy en desuso, y el paseo entre cantos de pájaros de toda especie, no hace olvidar el verdadero propósito del viaje. Así, los prismáticos se vuelven subrepticiamente hacia el horizonte de la bahía en busca de aletas descomunales o delfines juguetones.

Al día siguiente muy temprano se emprende la excursión perfectamente organizada y monitorizada por el organismo federal mexicano de protección de la fauna y el medio ambiente que se encarga de cuidar el Parque Natural de la Ballena Gris. México fue el primer país del mundo en declarar zonas protegidas para las ballenas y en elaborar una ley de rango federal para la protección integral de los cetáceos.

Éstos han recorrido unos diez mil kilómetros desde Alaska huyendo de sus depredadores, sobre todo orcas y tiburones o algún japonés o noruego poco dado a moratorias. Desde tiempos inmemoriales bajan en busca de las aguas poco profundas y fuertemente salinizadas de la bahía, para aparearse allí en una danza de espuma, y parir a sus ballenatos en las aguas calmas. La enorme bahía les brinda refugio seguro para la reproducción, para sus danzas de amor, sostenida la hembra por un macho que la mantiene a flote mientras otro la cubre. Les proporciona un territorio propicio donde ejecutar sus cabriolas apoyando sus cuarenta toneladas sobre la cola para asomarse a echar un vistazo en derredor; para saltar alegremente levantado nubes de agua y para practicar el body surfing sacando una aleta dorsal y mantener la otra sumergida a modo de orza.

Allí el viajero emocionado y trasmutado de nuevo en niño puede oler el fétido aliento del ballenato al echar su chorro en forma de corazón, tocar alborozado la cabezota de madre e hijo mientras la llama a voces -¡Ven bonita, ven bonita!- desde la amura de la pequeña lancha, perder la cámara al asomarse demasiado, caer contra el banco al balancear la embarcación, empapar los dos mangas del impermeable hasta el hombro del agua salobre de la bahía, chistar a lo lejos sin dejar ni un instante la mirada embobada y la sonrisa perruna y agotar los carretes –y ahora los megas-, sin conseguir ninguna foto que luego haya reflejado la emoción ilimitada que ha sentido cuando la madre ha empujado suavemente la barca con su lomo y ha animado al ballenato a subir a la superficie para que le acaricien la espalda gigantesca.

Ya luego de vuelta en el hotel, aún con los ojos brillantes y emocionalmente ahíto, recuerda el ojo enorme de la madre mirándole y rememora las explicaciones del timonel:
-Se debe sin duda a las vibraciones del motor, los colores brillantes, la masa de la panga... a una mezcla de todos esos factores.
Y sacude la cabeza.
-Ni modo, hombre, -se dice chapurreando ya algo de mexicano básico-. El viajero cree haberse visto reflejado en ese ojo y ya nunca olvidará su imagen en la pupila inteligente y orgullosa de la madre mientras nos muestra y acerca su cría.
Marzo de 2004

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian