jueves, 3 de septiembre de 2015

Raúl, el perro de la Fuentecica

De la Alcazaba a la Puerta Purchena

1 La Calera

La niña se levanta de la cama casi antes de que la llamen y tras aterrizar los pies descalzos en el suelo de losetas rojas mira a su hermana que duerme con un sueño de nubes en la cama de al lado. 
―Despierta, Nené. Vamos a llegar tarde al cole.
Ni un sonido, ni un movimiento del cuerpo redondo que yace como un ovillo.
La niña se echa por los hombros un batón, se calza unas zapatillas de cuadros que dejan apuntar al cielo un dedo gordo, demasiado grande para el tamaño del pie y también de la niña, y corre al cuarto de baño. 
―Ocupado, Loli. Haber corrido más, dormilona –contesta la voz de la pequeña, siempre un poco enfadada.
―Pero es que me lo hago.
―Pues sal al jardín y allí te meas donde quieras.
―No se dice mear.
―Se dice si no hay nadie escuchando.

Loli sale al jardín y pasa delante de Raúl, un perro de raza indefinida, alzada media y pelo corto que vigila, es un decir, la parcela que rodea la casa, la cuadra cercana y la calera, y busca un rincón donde hacer pis fuera de la vista del perro y de los mayores, que no toleran que las niñas utilicen el patio de excusado.
No sé para qué dice mear cuando no lo escucha nadie, si no lo escucha nadie, piensa mientras procura que el cinturón de la bata no se moje.
―Calla Raúl, deja ya de ladrar –y le tira una china que le da en el lomo. Al perro no parece afectarle y sigue mirándola con mirada acuosa y una sonrisa franca que le cuelga de la lengua, larga y colorada.
―Calla perro apestoso, perro peludo, vete a morder las patas a Tobi si eres valiente.
Se trata de uno de los jamelgos que tiran del carretón de la cal, que tras arder calladamente en el horno se lleva a las obras de toda la ciudad. También se vende en la casa, a través de la ventana del almacén, de a peseta, a céntimos incluso, para hacer la mezcla  destinada a  alguna chapuza casera, enjalbegar paredes, enlucir estantes de la cocina o resanar los fondos de las cuevas que horadan el monte del cercano barrio de La Chanca. 

Paco, el capataz, tiene un retorcido sentido del humor, un poco áspero como las seras de esparto que maneja, y le gusta trastocar los nombres de los animales. A los caballos les pone nombre de perro, a los gatos también de perro, ―el que traía de cabeza a los ratones de la cuadra atendía por Lasi―, y a los perros de persona. Y claro, las niñas se hacían un lío con las personas y los animales. La primera vez que oyeron que un hombre se llamaba Raúl casi se parten en dos de risa.

El chucho movía ahora la cola a una velocidad de vértigo y daba tirones cortos a la cadena que le sujetaba a una casetilla montada con cuatro tablones, en la que las niñas habían pintado con trazo tembloroso y torcido las cuatro letras del nombre del animal.
Loli se cierra la bata y trata de trenzar el nudo que le había enseñado su padre, que no era corredizo. El As de Guía le había llamado. Tuvo que hacer dos intentos.
―Un nudo para no ahorcarse nunca, Lolica, para no hacerse daño. Acuérdate, un día te puede salvar la vida ―le había dicho medio en serio, medio en broma, jugando con la mirada hipnotizada de la niña que bailaba de los ojos de su padre a sus manos. 

Loli se acerca a Raúl y agacha la cabeza justo donde la cadena deja llegar el hocico alargado del perro. Empieza a llamarle quedo:
―Raúl, Raúlito, -y le sopla fuerte en la boca ávida que tira lengüetazos como estocadas al aire caliente que expulsa la niña junto con alguna salivilla. Finalmente la excitación le puede y empieza  a ladrar desaforadamente.
―¡Lolica!, deja al chucho y entra al cuarto de baño inmediatamente o se lo digo a tu padre.
―No te atrevas, Títa Mari o te suelto a Raúl. 
―¡Pues menuda cosa me vas a soltar! Valiente saco de pulgas. Oye, a ti ¿quién te ha enseñado a ser tan mala?
―Mis padres. No, si la culpa no la tenéis vosotras, la culpa la tienen vuestros padres con esa educación que os dan. Y porque me callo que si yo hablara.... ―la niña imita el tono entre digno y quejumbroso de la solterona. 
―No, si eso sí. Reíros de esta pobre lo hacéis muy bien. Me imitáis muy bien. Como una ya no sirve para nada.... Como una es el último mono.
―No te enfades, Tita. ¿Ha salido ya la peque del cuartito?
―Y yo qué sé. Mira tú mientras os sirvo el desayuno.

La niña mira para arriba a la vez que se oye el cornetín anunciando la explosión de uno de los barrenos que parte la montaña en busca de cal. Era como el que hacía sonar el alguacil de Alhabia cuando pretendía llamar la atención del vecindario para leer algún insípido bando del alcalde en la plaza del pueblo.
Se produce un ruido ahogado en la mañana y Raúl empieza a volverse loco de ladridos despavoridos, con la cabeza metida entre las patas y medio cuerpo dentro de la caseta que le sirve de refugio
―Mira que eres tonto Raúl. Todos los días lo mismo. Si esos pistones no asustan a nadie y tú, el perro guardián de la calera, llora de miedo. Venga, que te quito la cadena y puedes ir a esconderte a alguna cueva del monte, perro cagón.
El chucho gime sin abrir la bocota, exhala un aliento fétido y sale corriendo hacia el cobertizo que hace de cuadra de los caballos antes de que estalle el segundo y último barreno del día.

El sol levanta con ganas y asoma tras la alcazaba que corona el cerro. Va a ser otro día de calor, piensa la niña. Ya pronto se podrá bajar a la playa a enjugarse el sudor en la arena y meterse con ganas en las aguas viejas y perezosas del Mediterráneo.
Después de pasar rápidamente por el cuarto de baño, ―unos enérgicos barridos con el cepillo de dientes embarrado en perborato cuyo sabor salado gusta a la niña, dos elegantes pasadas con el cepillo de pelo por la parte delantera de la cabeza que deja en pie de guerra los remolinos y una agüilla por la cara―, Loli se viste con el seco uniforme del colegio y entra en la cocina. Chupa la cuchara sin que la vean y la introduce en el bote del Cola Cao. La saca bien llena, se la mete en la boca, separa las mandíbulas sin abrir los labios, y deja que el bolo arenoso repose sin humedecerse encima de la lengua. Cuando entra su hermana chica le sopla en el pelo. El Cola Cao que no se ha quedado pegado en la boca sale como una nube de tormenta hacia la cara de la pequeña y se esparce por el pelo y la pechera.

―Asquerosa –dice riendo y se mete un dedo en la nariz en busca de proyectiles, mientras la agresora corre hacia la puerta.
En ese momento entra la Tita y pega un golpe con la mano abierta sobre el mármol impávido de la mesa de la cocina.
―Se lo digo a vuestro padre y os vais al colegio con el culo caliente ―promete mientras se restriega la mano dolorida.
―No se dice culo, Tita, papá se va a enfadar contigo.
―Se dice saco de caca, bolsa de mierda, cagarros tiznados,―se lanza la pequeña excitada por su propia retahíla.
La Tita furibunda va hacia el pasillo y abre la puerta del despacho.
Al cabo se oye una voz.
―A ver si voy a tener que salir y alguna va a ir al colegio caliente, con el pompis como una chumbera. Y os tomáis todo el desayuno. ¿Dónde está vuestra madre?

Ahora ya no se oye nada. Sólo el pan entrando y saliendo de la leche con Cola Cao y cayendo a veces de vuelta en la taza con un chof blando. Las niñas se ríen bajito cada vez que una salpicadura decora los trapos de cocina que hacen de baberos.
―En la ventana, vendiendo la cal, papá. Ya estamos casi. Pero Nené sigue durmiendo.
―No es verdad, idiota ―se queja la mediana.
―Papá, Nené me ha llamado idiota.
Las tres acaban un desayuno a la medida de sus gustos, una mucho, otra poco y otra menos, y recogen las carteras. 
―¡¡Tita!!, nos vamos. Date prisa o no dejamos que nos lleves la cartera. Y no te asomes al patio que nos ve Raúl. 

Loli se asoma por una rendija de la puerta y ve que el chucho está ladrando al fondo de la cuadra, probablemente a Lasi, que le desprecia con toda su alma de gato.
―Venga, ahora que no nos ve.
Las tres trotan por el caminillo de tierra que baja a la calle adoquinada hace muy poco y enfilan la cuesta abajo.
―Esperadme –grita la Tita con una pesada cartera de cuero en la mano.

Raúl sale de la cuadra con cara de despiste, se para un momento, olfatea el horizonte, y al cabo de un segundo se lanza en pos de la rechoncha figura de negro. La Tita aprieta el paso  tratando de alcanzar los uniformes a cuadros que alborotan el dibujo de los adoquines y el relumbrón del sol sobre la piedra.

―Desde luego eres tonta, Tita; Raúl ya se ha dado cuenta. Ahora ya no hay manera de que no nos acompañe al colegio.
La Tita se da la vuelta y trata de encararse con el chucho.
―¡Vete de aquí! ¡Vuélvete a la casa, perro del demonio! 
Hace ademán de tirarle algo y el perro retrocede sin dejar de mirarla con picardía. Cuando la mujer se da la vuelta, Raúl trota hasta ponerse parejo a la mayor de las tres niñas, que abre la comitiva con su paso de portantillo.

2 Puerta Purchena

Bajan los cuatro dejando a la derecha el cerro de San Cristóbal y al fondo a la Tita que camina aquejada por el peso de la cartera y las carnes. Sortean unas casuchas precarias de niños legañosos que salen a hacerles burla y tirar chinas a Raúl que ni les mira, y enfilan a paso más vivo hacia la Puerta Purchena. El tráfico es escaso aunque el humo de los pocos octanos y el ruido de las explosiones desacompasadas de algún motocarro lo reviste de cierto aire amenazante. Lolica se vuelve hacia el perro y hace una serie de chasquidos con la boca.
―Vete, Raúl, fuera. Estamos hartas de ti. No nos sigas más. Vuelve a casa o te vas a enterar.
Inútil; el perro espera en la acera, deja que las niñas ganen algunos metros de ventaja y luego cruza sorteando los coches. La Tita le sigue resoplando como un delfín.

Viendo que el perro no se rinde optan por bajar la Rambla en vez del Paseo a ver si así pasan desapercibidas. La mediana mira con seriedad el Festina tamaño cadete de su comunión y comprueba que van a volver a llegar tarde. Ya casi corren, tuercen por una calle de la derecha y a poco atropellan a otras niñas vestidas con el mismo uniforme que se vuelven y las miran con malicia. Raúl farfulla unos últimos ladridos casi todos en el mismo párrafo, se da la vuelta y emprende el camino a sus dominios no sin antes levantar la pata delante de una farola y dejar constancia de su paso por las tierras bajas de la ciudad.

3 El colegio

―Son las niñas de la Fuentecica y su perro asqueroso. ¿No podéis dejar al chucho arriba en el cerro? Nos va a pegar las pulgas de las cuevas de los gitanos. 
La pequeña se vuelve y empieza a juntar en la boca un consistente salivazo. Loli la agarra de un brazo, la rodea con el suyo por encima de los hombros y pasa sin mirarlas.
―Déjalas, son las tontas del Paseo. Y además vamos a llegar tarde, la Cotufas no nos va a dejar entrar.
Cuando pasan a su lado, la pequeña, que ha hecho un esfuerzo para tragarse el lapo, le dice por lo bajo a la que parece llevar la voz cantante.
―Me cago en tu boca.
―¡Las niñas de la Fuentecica, las niñas de la Fuentecica...! ―responden las otras.

La Compañía de María, Almería
La Cotufas ―siempre aquejada de gases que libera a pequeños eructos―, está cerrando sin esfuerzo aparente las grandes cancelas que dan o niegan acceso al patio del colegio.
―Venga niñas. Siempre las últimas. Mañana no os dejo entrar a clase. Y a vosotras tampoco ―dice dirigiéndose al segundo grupo―. No os creáis que os vais a librar. Y eso que vivís aquí al lado. Os llevo a la Madre Directora y luego a barrer el patio bajo la solana. 
―Diga que sí madre. Yo ya no puedo con ellas, ―resuella la Tita, varios metros rezagada.
―Espere, espere, madre. Ya vamos. Han sido éstas que nos han parado y no nos querían dejar pasar –acusa Loli arrebatando la cartera de manos de su Tita que no ha tenido protagonismo alguno en la trifulca, invisible como siempre a pesar de los kilos. 
―Aquí no queremos chivatas. Las chivatas y las mentirosas arden en el infierno. 
Los pelos duros y canosos del bigote de la madre portera suben y bajan con las amenazas.
―Es que hemos tardado mucho en cruzar la Puerta Purchena. Había muchos coches –miente la pequeña sin parecer importarle el castigo divino.
―Mentira. Y se traen a ese perro sarnoso de las cuevas.
―¿Sarnoso? ¿Raúlito sarnoso? No es muy guapo, pero no tiene ni una pulga que yo sepa ―dice la Cotufas dulcificando un poco el gesto.

Cuando han traspasado las puertas de hierro blanco, el grupo se separa para dirigirse a sus respectivas clases, no sin que antes la pequeña se vuelva, entrecierre los ojos y prometa:
―Un día os lo voy a azuzar y os va a pegar la rabia, cipotas.
Loli se ríe, empuja la puerta del aula, saluda con un avemaríapurísima y mientras se sienta dice lo primero que se le viene a la cabeza:
―Perdone madre, pero es que la Cotufas nos ha entretenido en la puerta.
―Mañana me traes cien veces escrito “Trataré a las madres con el respeto debido”. ¿Quién dices que os ha entretenido?
―Sor Angustias.
―Y otras cien, “Mentir es un grave pecado”.
¡Jo! ―piensa―, a Raúl no le suelto mañana aunque tiren más pistones que en la Feria.

© alfonso ormaetxea 2010

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian