domingo, 30 de agosto de 2015

El dulcísimo Oeste portugués

Aveiro

Nada más pasar Aranda de Duero empezó a llover, primero suave, luego con cabezonería, y me apresuré a poner a Bob Dylan conectando el Ipod al enchufe del coche de alquiler que hasta ese momento había mantenido el parabrisas impoluto. Quizá fuera una casualidad o quizá yo lo hubiera programado así pero comenzó a sonar como un presagio Girl from the country side. Cerramos la ventanas, encogimos los hombros, cerramos los ojos por un segundo pensando aliviados en el calor que dejábamos detrás y seguimos camino hacia Donosti, San Sebastián, la tierra más hermosa.

If you're traveling the north country fair
Where the winds hit heavy on the borderline
Remember me to one who lives there
For she once was a true love of mine.

No sé cómo habíamos conseguido un apartamento barato, cercano a Zurriola, el paraíso de los surfistas de piedra, que sospechaba tras verles horas seguidas borrachos de olas, nunca volvían a dormir en sus cama de nubes y algodón, sustituyéndolas por el agua salvaje del Cantábrico.

No era nada del otro mundo, una vivienda de porteros acondicionada para hijos venidos a más o menos, según se mire, con pocas vistas, cocina desmejorada y cuarto de baño que no había conocido mejores tiempos, pero que podría haberlo hecho con algo de amoniaco o cariño, pero prometía un refugio seguro y una cama propicia.

Además la zona se estaba convirtiendo en la parte canalla de los mejores pinchos de la ciudad, con un público amable y abierto que confraternizaba con los surferos, los guiris, los borrachos de niebla y los hipsters donostiarras, que empezaban a reclamar su protagonismo en la ciudad de la concha perfecta.

Al día siguiente empezó a llover. Sin piedad, no respetó ni el Festival de Jazz, ni las carreras de traineras en la Concha, ni nuestro afán por las fotos juntos, enlazados por la cintura, mirando el horizonte con fijación de enamorados, en un bulevar que las reclamaba a gritos. El peine de los vientos se vengaba de los forasteros salpicando con sus bufadoras hasta a los más cínicos y desencantados de los que habían entrado en ese cul de sac donde el Cantábrico se abría al Oeste.

No dejó de llover en doce días. A veces podíamos ir a la playa de Ondarreta, ponernos levemente el bañador y renunciar tras recibir la ducha fría de la lluvia del Cantábrico. Sólo los niños se bañaban en las piscinas para niños cubiertas por un toldo. Como además madrugábamos, el mar nos miraba con gesto adusto y la playa nos negaba los servicios que prometía para más tarde si el clima mejorase.

Nos íbamos enfadados sin motivo a uno de esos establecimientos tan norteños, mitad cafetería, mitad pastelería, con periódicos, cruasanes y excelente café natural a ver pasar la mañana y las nubes, hasta que cansados emprendíamos el camino de regreso a Zurriola; seguro que en Zurriola hace bueno, yo subo a hacer la comida, quédate tú a bañarte o caminar por la orilla, dame tu móvil, toma diez euros, no comas porquerías… para luego subir empapada y enfurruñada, con hambre, pero sin sal en la piel.

Huir no servía de nada, Hondarribia, Zumaia, Guetaria presumían del mismo tiempo mientras Madrid se derretía de calor y Donosti seguía impertérrita, con su oferta de pinchos y mar, de paseos imposibles y montes de arena. Cuando acabó el periodo de alquiler, algunos kilos más gordos, salimos hacia el oeste pensando que en Galicia el tiempo sería más amable. 

El criminal siempre vuelve al lugar del crimen y Muros me llamaba con su promesa de poca gente, pasteles baratos y centollas rojas, vinho de poca graduación y molinos de marea, a caballo en tierra de nadie, entre las rías bajas y las altas, sin que la ría de Muros y su tranquila lonja atrajera a más veraneantes de la cuenta. Allí acabamos tras quince horas de viaje sin concesiones, en la casa rural de un gallego retornado de Argentina que prometía refugio y jardín, traducido a una humedad resentida y un patio donde las hierbas eran más salvajes que los detectives en México DF.

Soltamos las maletas y corrimos a nuestra playa más privada, con verdadera ansia por el sol, incluso para mi, siempre alérgico a la luz, a las verdades imborrables y las mujeres sinceras. Nada más llegar Marta se quitó el bikini y se tiró boca arriba en las dunas, a pocos metros de un Atlántico donde hacía años me había bañado con delfines, que tanto estorbaban para intentar pescar robalizas. Ronroneaba.

Al día siguiente empezó a llover quedito por la mañana.
-No es nada, -dije-, en Galicia es normal, en unas horas estamos bañándonos en Ancoradoiro, solitos, como en el tango. Pero no, no dejó de llover en dos días. Bajamos a la playa tras saludar a El Zote, que fiel a sus costumbres seguía varado en la misma silla del camping, invitando a cerveza a todo compañero del gremio del libro que se acercara por aquellas ásperas costas.

Pasamos dos tardes jugando a las cartas bajo la carpa de un bar de Muros, dejándome ganar con ojos de vidrio por los gin tonics y el aburrimiento. Ya habíamos paseado por Ézaro, San Francisco y el faro de Monte Louro, sin recibir más que agua mansa y algunas miradas sarcásticas de paisanos de la zona. 

Las paredes de la casa rural del argentino regresado rezumaban agua y uno dudaba de que fuera necesario tirar de la cadena cuando se levantaba transido de frío a las seis de la mañana a desalojar el ribeiro branco y el aguardiente turbio.

Una mañana a las seis dejamos las llaves en el mostrador desierto y sin tomar un café salimos hacia Portugal donde decían que el sol, el odiado sol de la capital, alumbraba las costas salvajes del Atlántico.

Disfrutábamos de la alegría que embarga a los que llegan al extranjero sin proponérselo y abandonan su país, sus miedos, su moneda y su lengua. Celebramos el cambio de cerveza como si fuera un acontecimiento, pasamos Oporto como en un sueño, y al cabo de unos kilómetros la tierra se abrió dejando a su izquierda una lengua que avanzaba entre el océano y el mar interior con  muy poca circulación y menos turismo.

Conseguimos una habitación en una pousada de Torreira que abría balcón a la ría de Aveiro, donde pescaban con más optimismo que resultados algunos paisanos con equipo que a los viajeros les resultaba familiar pero antiguo, como si se tratara de miembros ahogados del Nautilus.

Así se lo siguió pareciendo cuando se levantaron desnudos para asomarse al balcón, a ver un amanecer que trazaba una fina línea amarilla sobre la ría. Ambos jurarían que los pescadores eran los mismos inútiles, borrachos de sombra, que tiraban el sedal al atardecer, aunque nadie podría haber asegurado que su intención fuera  pescar.

Esa noche, tras vagabundear por las riberas, bajamos a cenar al final del callejón sin salida, en Sao Jacinto, desde donde salía el ferry hacia Aveiro. Las orillas estaban desiertas tras la partida del último barco. De entre las terrazas desiertas,  eligieron una al azar que prometía en una pizarra peixes y vinho.

Cegado por la soledad de la terraza, el atardecer suavísimo del Atlántico cercano pero invisible, la cara amable del camarero, un joven de pelo negrísimo y delantal historiado, el viajero pidió dos botellas de Vinho Verde.
-Una ahora y otra después –replicó su pareja-. Si es caso.
-Lo será. Vale. Una botella ahora y una Coca Cola para la señorita. Y peixe, a lot of fish, or shell fish if you have, please. Any kind of shell fish, balbuceó mientras el camarero le miraba de hito en hito. 
Confiaba que la tradición anglófila de esa zona de Portugal amparase su sed de alcohol, disfrazada de hambre de marisco. A los diez minutos pudo pedir la segunda botella de Vinho Verde, bajo la mirada de piedra de su pareja, claramente reprobatoria.

Condujo hasta la pousada despacio y subieron a la habitación en silencio con tropezones aliviados por la alfombra de cuerda cruda. Se asomaron al balcón y el río relucía plateado y en completo silencio. Los pescadores parecían figuras petrificadas y eternas, sin la más mínima fe de pescar algún pez. Yo sorbía la bebida. Marta fumaba en silencio y me miraba con rencor de arrepentida. 

Dormimos hasta tarde. El desayuno, largo y con voluntad de matar la resaca más enquistada, nos dejó disfrutar el río y los mismos pescadores. Es imposible, pensé, es la resaca, se han tenido que mover, o pescar algo, o morir del frío de la madrugada del Atlántico pasada por el puré de la niebla del río. 

Mucho antes de la caída del sol fuimos a Torreira, a un chiringuito que conocía Marta que se llamaba A  Sardinha, en un pueblo más desolado que un fado,  junto a una de las playas más salvajes del Atlántico.  Actuaban grupos de música a partir de las diez de la noche y las cervezas costaban un euro justo. Los cacahuetes estaban algo húmedos pero no rancios. El sol bajaba como la bola de una de esos monstruos que derriban casas por mandato de la autoridad. No había mucha gente pero en la playa seguían plantados los paraventos que protegían a los bañistas de los vientos criminales del oeste. Pensé lejanamente en bañarme bajo la bandera roja mientras apuraba la segunda Bock, pero la mirada de mi pareja que seguía la mía algo ausente por el alcohol, me disuadió. 

El sol se metió lentamente por el mar, por Nueva York, cerca al paralelo 40. Los colores de los paraventos vibraban mientras la luz se aquietaba y bajaba, el agua se amansaba, y  viento obedecía a las térmicas y se apagaba como una vela. 

Nos levantamos, miramos a nuestro alrededor, solitario, y a nosotros mismos, nos abrazamos cada uno a su pareo y su rebozo y bajamos en silencio a tomar una pizza portuguesa, a la espalda de Europa, ajenos al polvo y al hierro.
© alfonso ormaetxea

lunes, 10 de agosto de 2015

Isaba, donde pasa el tren del viento

El valle encantado de Belagoa

El muchacho, joven estudiante de sociología de apenas 18 años, se dirigió a la estación de autobuses de Santander para coger el que le llevaría, casi sin paradas intermedias, hasta San Sebastián. Allí pasaba el verano Javier, compañero de facultad, donostiarra, algo depresivo, rebotado de varias carreras que también había acabado en el campus cutre de San Blas, en un intento del gobierno, en aquel entonces franquista en estado químicamente puro, para descongestionar de rojos el Paraninfo y las traseras de lo que luego, con el franquismo algo más entibiado, sería el Palacio de la Moncloa.

Al llegar a la elegantísima ciudad de la concha pluscuamperfecta llamó por teléfono y su amigo bajó desde el Boulevard a recogerle, ya en plena tarde, y enseñarle brevemente el Barrio Viejo, tomar unas cervezas y anunciar que su madre estaba fuera, una farmacéutica con botica propia en lo mejor de la ciudad, recién separada en una época en que divorciarse sólo salía en las películas de Arte y Ensayo y que llevaba mal su condición, la tristeza perenne de su hijo y su afición por atracar determinados estantes de la tienda de su madre.

Chispeaba y casi atardecía sobre el diminuto puerto pesquero cuando sus pasos les llevaron a enfilar hacia el piso donde pasar la noche antes de continuar hasta Pamplona y luego Isaba, un pueblo de montaña donde decían que se comían las mejores migas de pastor de toda Navarra, las vacas subían hasta los 1000 metros por no se sabe qué tributos y qué promesas mentidas, algunos hablaban en voz baja en vascuence y se podían coger truchas casi a mano en algunas de las torrenteras del valle. Y donde pasaba las vacaciones en familia la novia informal del viajero, o como diablos se calificara entonces a esas leves relaciones de adolescentes un poco afiebrados por la vida.

Compraron unas cervezas de litro y unas patatas de fábrica local y una vez instalados en el salón de la madre ausente, Javier empezó a poner discos de Leonard Cohen, a los que se habían aficionado en virtud de otro estudiante, también judío, mujeriego y mal cantante  como el propio canadiense. Al cabo de un rato iniciaron una conversación que quería ser intrascendente sobre Susana, nuestra común Susanita, esa que había mandado dos postales idénticas a los dos amigos, con el mismo texto, “sigo muerta”, y sobre Ramón, el que luego fuera bajo de Los Secretos, dueño por siempre de flequillo country y cara de niño.

También charlaron sobre las asignaturas pendientes, el estado de la Revolución en la que creían factible aproximadamente el diez por ciento sumado de ambos aunque siguiera siendo obligatoria y la experiencia pasada juntos de dos días detenidos en los calabozos de la DGS de Sol y la subida con la Estupa a Peguerinos donde el viajero había compartido un plato de callos con los policías tras comprobar estos que allí no había más que unos rojos jóvenes, ingenuos y borrachuzos de alcohol patrio y no una banda de traficantes de hachish. Así fueron alternando los temas con algo de quincalla sentimental de la mejor especie y en vista de que el cansancio y el sopor aumentaban y los temas decaían, Javier bajó a la farmacia, de la que tenía llave, a buscar un buen puñado de anfetaminas y un repelente para mosquitos que pensaba que su amigo iba a necesitar.

Dejaron la cerveza y se pasaron al vino peleón para reforzar el subidón de las anfetas. La música empezó a coger peso, los colores densidad y la conversación viró a temas que en esas circunstancias parecían trascendentes, y al finalizar la larguísima resaca, si uno era capaz de acordarse de la centésima parte, resultaban cursis, lejanos, envueltos en el algodón de las drogas y como se decía por aquel entonces, algo pequeño burgueses.

El caso es que al romper el alba con la grisura leve del Cantábrico instalada en los balcones donde el viajero se asomaba con gula a respirar el aire que aliviara su ansiedad artificial, el vino se había acabado, la conversación había detenido su giro frenético y Suzanne ya no te acompañaba al río adornada con las cintas del Ejército de Salvación. La otra Susana no volvería tampoco a despachar más postales desde Suiza.

La carretera a Pamplona serpenteaba igual que el vinazo en el estómago del viajero, absolutamente reacio a tomar algo sólido hasta algunas horas más tarde, tras la vertiginosa bajada de las Centraminas. Luego paseó desolado e insomne por la plaza del Castillo arrastrando su descoyuntada mochila, haciendo tiempo hasta que un autobús local remontara la carretera pegada al río que bajaban, creía haber leído en alguna parte, los almadieros del Pirineo navarro hasta llegar al valle a vender la madera.

Se sentó en el primer asiento para atemperar el mareo y también para ver manejar el mastodonte viejo a un conductor mayor y con boina, porque eso no podía llamarse txapela, que era un virtuoso en el arte del doble embrague y el freno eléctrico que accionaba constantemente por medio de un pequeño mando adosado al volante. Llegó a su destino en el fondo del bajón pero con hambre de 24 horas y antes que nada intentó averiguar la casa donde vivía su medio novia con sus primas, que resultó estaban de excursión por los montes cercanos. En la misma puerta del caserón dejó recado a una vieja malencarada que la esperaba en el bar frente al que paraba el autobús y donde había dejado su mochila.

Allí se comió un bocadillo enorme de tortilla paisana, el primero de una serie que recordaría hasta el mismo momento de escribir estas líneas, hecho por algún paisano obsesionado con la txistorra y poco con los guisantes y otras verduras de la Ribera, hasta que apareció la muchacha en cuestión, bajita, ojos azules, un poco rubia, de nariz afilada, con cara de desconcierto y algo de timidez,  vestida con unos vaqueros acampanados con un bordado de una niña con coletas y acompañada de la típica prima fea que suelen tener las chicas guapas de nariz afilada, ojos claros y pelo rubio.

Esa fue la primera noche que durmió al raso, porque la tía, que resultó ser a la que había dejado el recado y había sido encargada por la madre de la custodia de su pequeña y de su honra, miró al joven con su perfil más adusto y luego con otro claramente reprobatorio a su sobrina y le negó casa y cobijo a pesar de que el zaguán era grande, estaba convenientemente separado de la escalera que conducía a los dormitorios y el muchacho ensayaba su sonrisa más desarbolada y lastimera dispuesto a dormir en cualquier parte.

Así que extendió el plástico en una ladera cercana, junto al río, que había traído previsoramente sabiendo que alguna noche iba a vivaquear, se puso toda la ropa que llevaba en la mochila, y se caló la txapela hasta las cejas, esta sí, auténtica, comprada en el Botxo hace algunos años con su padre cuando le llevó de excursión a conocer la ciudad que iba a convertirse en la de su nacimiento a pesar de haberlo hecho a 400 kilómetros de San Mamés.

Ya era de noche pero aún no caía el relente que le iba a calar el saco, la mochila, dos capas de las tres que llevaba puestas, y las botas, aunque no la txapela. Había sido previsor con el plástico, pero no lo suficiente como para haber comprado la cantidad precisa para que le cubriera con dos o tres vueltas mientras intentaba dormir algunas horas antes de que la madrugada y el eterno gallo cantamañanas se pusiera a anunciar a sus huestes, con el mismo alborozo que en Benarés, el milagro de otro día surgido de las tinieblas y que si querían sexo fueran formando la fila.

Se incorporó, desentumeció las articulaciones de solo 18 inviernos, abrió la cremallera del saco, lo puso sobre unos arbustos a secar y esperó que la promesa del sol rebasara los montes del este, lo que iba a tardar su buenos sesenta minutos, calculó mientras encendía un cigarrillo negro sin filtro.

A las ocho, pasados muy sobrados los minutos previstos, guardó el saco húmedo y alguna de las capas que llevaba encima, se colgó la mochila y se encaminó al hotel que había visto al entrar en autobús al pueblo, pasó al bar ante la mirada escrutadora pero muda del recepcionista, pidió un café solo y entró a lavarse en los servicios.

Y aún sin salir el sol del todo encontró un colmado panadería donde compró jamón de york del más barato, una botella de vino sin marca y una barra de pan aún caliente, se sentó en un poyete cercano y se comió entre largos tragos y los primeros rayos de sol, el segundo bocadillo más memorable de su vida.

Luego ya se le acumulan los recuerdos, la pesca, en efecto, de las truchas a mano tendida aunque sólo consiguió hacerles cosquillas en la barriga y empaparse por segunda vez en el día; la subida en autostop a la Venta de Juan Pito donde accedieron a ponerles una ración de migas a precio de amigo que se comieron a media montaña contemplando el valle encantado de Belagoa; el alto en Txamantxolla donde les llevó un viejo que no hacía más que preguntarles si dormían juntos en el mismo saco; el descubrimiento con unos paseantes de Bilbao de que el aceite de las latas de anchoas está mejor que las propias anchoas; la sempiterna prima que no les dejaba ni a sol ni a sombra, el intento de subida al Ori, abortado a las dos horas de caminata y los paseos por la carretera que conducía a Uztárroz sin darse la mano por si aparecía la tía.

Aguantó dos días más durmiendo al raso porque hasta a un joven de su edad las articulaciones le piden tregua; porque el recepcionista del hotel ponía cada vez peor cara cuando le veía entrar mojado, arrastrando una mochila de la que sobresalía el pico de un saco que daba lástima genuina; porque querían tener un sitio donde dormir juntos la siesta y escapar un instante de la prima de pueblo; y porque era un placer charlar un rato con los que le alquilaban una habitación abuhardillada, forrada de madera y de excelentes vistas, que sonreían sin malicia cuando subían juntos por la empinada escalera…

Pero siempre echaría de menos los bocadillos de jamón de york y de ese otro jamón navarro, bueno sólo para magras, los tragos de vino tibio, el sol asomando por los montes de la cara noreste que le calentaba el alma y el saco extendido, el azul del cielo según abrían las nubes y la frase del libro de Vázquez Montalbán que llevaba en la mochila, apulgarado de tanta humedad de verano, donde podía leerse la frase que culminaba Happy End:

“Sigue tu camino, extranjero, no hay piedad para el que ha perdido el tren del viento”.


Y se sentía bien, lejos de su familia en las campas pijas de El Sardinero, todavía con algunos tiritones, mientras el sol tibio le calentaba por fuera y el vino por dentro, saboreando las magras y el pan recién hecho, subido en ese poyete, a lomos del tren del viento.

© alfonso ormaetxea, (40 años más tarde)

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian