martes, 18 de septiembre de 2018

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domingo, 29 de julio de 2018

Cadalso, una infancia patibularia

La Seño Milagros hace pocos años

Tras casi cinco horas en un autobús con las ventanillas abiertas, una vomitona por una de esas ventanillas, sostenido habilidosamente por la Seño que apartaba el flequillo al mismo tiempo que el cuerpecillo del niño, con paradas interminables en que subían pasajeros con cestas tapadas con grandes servilletas a cuadros y alguna gallina trincada por las patas, Martín llegó a un pueblo a apenas 80 kilómetros de su casa y de nombre siniestro, Cadalso, algo atemperado por su segundo apellido, “de los Vidrios”. 

Durante la guerra había hecho honor a su nombre patibulario ventilando a tiros rencillas y luchas por las tierras de los alrededores, todas en manos de los caciques y sus patrones, casi siempre viñas anudadas a sí mismas que daban entonces un vino algo dulzón, embocado le decían, basto y grueso, como el palacio anejo de Álvaro de Luna, orgullo de sus habitantes. El final de la guerra se había rematado con una traca sostenida en escabechina que pobló de tumbas sin nombre al pie de los paredones los pueblos de los alrededores, San Martín, Navahonda, Cenicientos sobre todo.

Habían conocido el pueblo y a la Seño en una de esas excursiones semifeudales en las que  Flora salía a buscar criadas internas por los pueblos castellanos. Ya no las importaba desde Santander, -aún no se llamaba Cantabria, sino que formaba parte de Castilla La Vieja-, y por supuesto la señora se regía por sus prejuicios, fobias y antisemitismo acérrimo, fruto quizá de un origen pasiego poco claro pese a sus reiteradas reclamaciones de ser de pura raza aria. Un poco como las vacas de su tierra, mejorando lo presente.

Desconfiaba pues de los pueblos donde hubiera actuado la Inquisición o donde hubiera habido reagrupamientos de judíos por las persecuciones, como en áreas de Extremadura. Por eso se limitaba a un arco de doscientos kilómetros alrededor de la capital del Imperio. Castellanas viejas, decía. Las de Toledo no tienen apellidos claros, en Guadalajara no han tenido nunca donde caerse muertas. Mejor Segovia, Ávila, Valladolid o los propios pueblos de Madrid que no hayan sufrido demasiadas inmigraciones oscuras. Y con ese oscuras se refería al origen, pero también al color de la piel.

Llegaba en el coche con su hijo cojo, con Martín y más tarde ya con la Seño a modo de sargento mayor, buena para un roto, un descosido o cualquier otra tarea por ingrata que resultara, siempre que fuese de provecho para sus señores, aún renunciado a su condición de señorita de compañía para la cual había sido contratada, es un decir.

Se empezaba visitando la casa rectoral o la iglesia para hablar con el párroco, que siempre sabía de alguna moza que quisiera ir a la capital a ganarse unos pesetas o echarse un novio, o que anduviera su familia tan desesperada de dinero que aceptaran cualquier cosa para ella. A veces, si había suerte, se volvía con la muchacha en el coche, callada, procurando no ocupar mucho sitio en el asiento trasero que siempre albergaba a la Seño y al benjamín, con la postulante algo asustada ante el panorama que se abría ante ella, aunque en ocasiones con ojillos chispeantes.

Previamente se había transitado por kilómetros por carreteras de cabras y se había celebrado la entrevista con el curilla lambiscón, al que había que untar la mano con una limosna que la madre decía que no siempre acababa en el cepillo. Cuando se despedía la reunión las comadres invariablemente, hubiera o no muchacha dispuesta a partir, llamaban a voces al chófer para que ocupara su asiento al volante. Entonces Flora dibujaba una sonrisa algo desvaída, desmayada y estrábica que tanto le hacía parecerse a Bette Davies y decía que conducía ella, lo que levantaba un coro de ¡Válgame Dios! ¡Ave María Purísima! y otras expresiones semejantes entre las mujeres y algún codazo malintencionado entre los hombres.

El regreso se acometía antes de que cayese la noche por las mismas carreteras mal asfaltadas y llenas de camionetas que no se apartaban por no ceder ante el coche de los señoritos o porque de hacerlo podían caerse a una de esas cunetas que nadie sabía cuántos cadáveres podrían cobijar, hablando en voz baja madre e hijo con un ala rota en el asiento delantero, mientras que la Seño trataba de distraer al pequeño en el posterior.
Y siempre, siempre, la conductora formulaba la misma severa admonición a la primeriza:
─No se crea usted que estamos enfadados. Es que somos del Norte.
Y la Seño sonreía un poco cómplice.


Para Martín se trataba de su primer verano fuera, aparte de los meses pasados en el Salus Infirmorun, para protegerle de la polio que abatía a su hermano inmediatamente mayor y a miles de niños en una España atroz que no había podido traer la vacuna cuando se inventó por no gastar divisas en un ejercicio inútil pues ya contaba con el brazo incorrupto de la Santa y la penicilina de contrabando que pasaban en Chicote los mamporreros con traje cruzado del Régimen. Un "paralís", como le decían entonces, que no había podido con el pequeño, fuerte, algo rechoncho, y libre de “pelusas” que pudieran haberle debilitado el ánimo y el sistema inmunológico, como le hicieron saber no muchos años más tarde.

Esa fue la primera vez que se lo quitaron de encima algo que luego se convirtió en costumbre,  pasando luego por Cadalso y por campamentos varios de “lobatos” y scouts en el ámbito del colegio y más tarde despachándole a Irlanda e Inglaterra. 

La semilla debió prender en el segundo de sus hermanos mayores que luego mandaba su único hijo indefectiblemente  y sin fallar ninguna ocasión  a toda clase de colonias y campamentos, ya fueran de curas, del PCE o de los Alegres Cantores del Coro, con tal de que no le incordiara en sus vacaciones.

El padre de la Seño, Francisco, el Tío Paco, era un borracho que nunca había trabajado, y que obtenía unos magros ingresos de las tierras que tenía en cedidas en aparcería, recuperadas tras el final del conflicto civil, y que felicitaba puntual y efusivamente aunque con el debido respeto todos los 4 de diciembre al Caudillo, su tocayo y coetáneo exacto. La Casa del Generalísimo le devolvía el detalle en cartas que el borrachito guardaba celosamente y solo enseñaba a quien se dejaba, que eran pocos.

En una ocasión la Seño le machacó una mano con la puerta del Seat 1500 porque con su verborrea alcohólica no dejaba partir el coche de los Señores que escuchaban sus desvaríos de vino peleón con cara de infinito aburrimiento y ya con el motor en marcha.

La gorra de GuillermoEl día de su llegada Martín recorrió el pueblo por primera vez, desde donde paraba el autocar, así se decía entonces, hasta la calle principal, tocado con una gorra que odiaba, sacada de la portada de un libro de Las Travesuras de Guillermo, mientras su Seño, lo único que tuvo para él casi en exclusiva hasta que llegó el loro, llevaba su pequeña maleta de cartón negra con la ropilla blanca, algunos lápices de colores marca Alpino y un cuaderno de colorear.

Al día siguiente le bañaron sobre un balde de estaño en su cuarto del piso superior donde no había ni agua corriente ni cuarto de baño, pero sí un orinal en la bajera de la mesilla de noche. Algunos días más tarde el padre, el Tío Paco, le llevó como en un rito iniciático a la cuadra donde picoteaban las gallinas, para que se aliviara entre el heno, el barro y los pámpanos medio podridos, para contribuir a una composta excelente ahora ya enriquecida por las heces de un niño del barrio de Salamanca.

Tras las obligadas siestas, cuando el sol, ─seco y cruel, inmisericorde y beato, es decir castellano viejo─ , caía con aplomo, le sacaban a visitar la cercana fuente de donde se acarreaba el agua en cántaros, cerca del ayuntamiento. A continuación pasaban por el bar donde iba a tomar uno de sus diarios Danones de cristal, que luego ya le ponían sin preguntarle al verle atravesar el umbral de la mano del Tío Paco mientras servían casi en el mismo movimiento un chato largo del producto elaborado a mamporros en la cercana cooperativa del Cristo del Humilladero. Allí se iba a coger la primera de sus borracheras, más por los efluvios que despedían las tinas que por el vasito de vino dulzón que se bebió de un trago, entre los chillidos, siempre un punto histéricos de la Seño.

Solían salir a reunirse con unas mozas de familia medio regular al filo de la treintena que ya tildaban en el pueblo de solteronas, para a continuación todas en comandita y con el niño cogido de la mano, rendir visita al cura en la maciza y un poco amenazante iglesia cercana. Este siempre las recibía con una sonrisa condescendiente, tendiendo la mano para que se la besaran y dando un pellizco, ingenuo pero no por ello menos molesto, al pequeño, ya sin gorra, convenientemente escondida en lo más profundo de la cuadra.

Pasaban un buen rato charlando mientras Martín jugaba en el zaguán y miraba el interior con prevención genética aunque le ofreciera su frescor de piedra bautizada y tenía que tirar varias veces de la mano de la Seño hasta que las mozas volvían a besar la mano del cura con una levísima reverencia y salían por fin, ellas cogidas del brazuelo,  a recorrer la cercana carretera hasta el cruce, bajo la sombra cejijunta de los chopos.

Todavía hoy recuerda los desayunos de churros recién hechos con Cola Cao, no con Nesquik que era lo que tomaba en su casa y le parecía algo de señoritos, y los cocidos al amor de la lumbre y en puchero de barro alto y estrecho que cocinaba Matilde, la mujer callada, sumisa y cariñosa que soportaba al Tío Paco sin una palabra más alta que otra. 

La Seño Milagros tenía un carácter diferente, más primitivo y belicoso, más de brigada que de sargento chusquero, y aparte de aquella vez en que estuvo a punto de quebrarle varias falanges con la puerta del coche de sus señores, en más de una ocasión había sacado al autor de sus días a empellones del bar calle abajo, hasta que el pater familias como gustaban de decir los curas, le tenía que recordar que era su padre, la autoridad emanada de dios y encarnada en el patriarca. Curiosamente la misma teoría que mantenía el padre del niño, prácticamente abstemio pero nacido de la misma cepa retorcida del nacional catolicismo. 

Pepita, la otra hermana que trabajaba en un colegio de Madrid del Auxilio Social, regido por una falangista enfundada en una camisa azul que apenas contenía sus ubérrimos pechos, más lista y más fina de cuerpo y alma, arrebataba al padre de los empujones de su hermana y le llevaba al patio trasero, en la antesala de la cuadra, a que le diera el aire.

Antonio, el tercero de la prole nunca venía al pueblo, siempre metido en su uniforme gris y en su chiscón de la portería de una casa bien de la calle Zurbano. Allí la hermana llevaba a Martín en las tardes desmayadas de agosto, un lugar antipático donde no le dejaban tocar el latón recién pulido del pasamanos de la escalera. Se trataba de ocasiones escasas en que no iban al Retiro a reunirse con el otro Antonio, con teja y traje talar, consejero espiritual que tanto odiaba el niño por arrebatarle las atenciones de su Seño, y que acabaría con sus melifluas regañinas mendaces mecidas en el aire acondicionado del Vaticano, como decía Rubén Blades.

Ciertamente en su primer paseo solitario le había descalabrado un chaval del pueblo que se había reído además de su vestimenta de señorito de ciudad, lo que hizo que la Seño batiera el récord mundial de los 200 metros con falda estrecha y recatada hasta coger al apedreador y darle una somanta que a poco le desgracia, pero su vida en el pueblo era feliz, centro de atracción y atenciones de todos, excesivas las del grupo de solteronas, es cierto, y algunas otras tóxicas, como cuando se hinchó de higos puestos a secar sobre mantas tendidas fuera de la sombra tísica de los galpones de las casas, bien jaleado por los lugareños, lo que le produjo un cólico de campeonato.

Fue la primera vez que conoció al primo de la Seño, médico con consulta a pie de calle en la Avenida de América de Madrid, corucho de pura cepa, nunca mejor dicho y republicano hasta el hueso,  que aún conservaba colgada en su casa de Cenicientos una bandera tricolor colgada en el saloncito, lo que le había valido varias llamadas, no detenciones en sí,  al cuartelillo de la Benemérita. Luego las visitas de Martín a la consulta, cercana a la casa de sus padres se hicieron frecuentes, más por afición de la Seño por hablar con su primo el rojo que por necesidades hipocráticas, con el niño encantado porque siempre, siempre, el azañista le invitaba a un yogur en el bar cercano y certificaba que estaba como un toro, o “como un becerro” como apuntillaba.

También se corrió por el pueblo la especie de que el muchacho sabía bailar el twist, algo de lo que Martín había alardeado en el Ultramarinos donde compraba todas las tardes sin falta su onza de chocolate que el dueño partía con un cuchillón tipo guillotina con el que también cortaba el bacalao, lo que prestaba al producto, hijo de los más seculares algarrobos del terruño, un aroma salado que más tarde los más conspicuos chocolateros suizos copiarían como reclamo de su excelencia un poco esnob. 

A Martín no le quedó más remedio que bailar el twist sin música pero enrojecido hasta la raíz del pelo recién cortado por el barbero del local anexo que llevaba varios días reclamándole una demostración.

Entre las brumas de su memoria se le aparece el teleclub del pueblo, uno de los primeros auspiciados por Fraga, donde iba a ver los dibujos y algún partido de fútbol en que no se distinguían ni las porterías entre la nieve analógica del mamotreto y del que salía indefectiblemente con los ojos rojos por las interferencias pero también por humo del tabaco de picadura que fumaban los paisanos uno tras otro y que nunca, nunca, le dejaban liar.

Fue al pueblo de nombre oscuro durante varios veranos, envidiando de refilón la suerte de su hermano poliomielítico que visitaba Francia -donde le veía el Doctor Trueta, médico famoso, exiliado por rojo-, y Suiza acabando varias veces en Mallorca como recompensa que aliviara la mirada triste y algo perruna del joven enfermo. 

Pero fue feliz con su Seño, con su primo, casi un médico particular, tan chulo y tan simpático,  con el Tío Paco, al que había perdido el miedo y se le reía en las barbas imitando sus balbuceos de borrachito. Disfrutó la magra piscina del pueblo, con unas patatas fritas casi tan buenas como las de la calle México de Madrid que devoraba cuando salía del cercano Club Santiago, el complejo deportivo que más ha hecho por el colectivo LGTBI y otras hierbas, con sórdidas piscinas separadas por sexo, (el que figuraba en el DNI), y unas mesas de ping pong de piedra donde cascaban las pelotas tras el mate de algún alborozado jugador no convenientemente prevenido.

Muchos años más tarde, ─tras haber pasado la única etapa inocente de su infancia en Cadalso, tras haber aprendido a tirar piedras casi tan bien como los mozalbetes cadalseños, a bailar el twist cada vez peor, a no atracarse de higos secados al sol, a beber buen vino, jamás del denominado embocado, a comer chocolate salado de marca suiza, a no ver televisión prácticamente nunca y a sonreír con algo de suficiencia a las mozas casaderas antes de prenderse de sus manos para dar un paseo vespertino─, volvió al pueblo acompañado del mayor de sus hermanos y no reconoció ni la geografía, ni casi a la Seño y por supuesto tampoco a sí mismo  ni a su pasado, como ya le empezaba a ser habitual.

Comieron en su casa, en la que estaba pasando una temporada la hija, con un síndrome de Down profundo, fruto de ser primeriza a los cuarenta y tantos, traída al mundo por una madre ignorante, católica a machamartillo y algo asilvestrada. La dejaban salir algunos días de la cercana residencia especializada para que pasara con su madre una temporada en que apenas fijaba la vista, musitaba algún sonido y aguantaba sin pestañear y sin queja aparente las lágrimas calladas de su madre, que se le desbordaban cuando sostenía unos segundo al menos la mirada errante y vacía de su niña.

─Yo lloro mucho, hijo. Pregúntale al párroco. Voy a misa, confieso y comulgo todos los días y me doy consuelo.
─No gracias, Seño. No vaya a ser que me ponga otra vez a limpiar el altar de la capilla sin pisar la reliquia enterrada del santo. Porque hoy la pisaría con saña –contestó Martín sin perder su sonrisa algo torcida.

Carboneras 29 de julio de 2018 
A la Seño Milagros, recién fallecida, in memorian 

jueves, 1 de marzo de 2018

Sodoma y Gozorra

El padre Bringas en casa Mañeru

¿Era mi pasión por la señora Gray, en sus comienzos, en cualquier caso, algo más que una intensificación de la convicción que todos teníamos a esa edad que las familias de nuestros amigos eran mucho más simpáticas, amables e interesantes ─en una palabra, más deseables─ que la nuestra?
John Banville, Antigua luz

Mi compañero de pupitre no se llamaba Kike, sino Jesús. Como su padre y como el mío, pero por pura cursilería quería que le llamáramos Kike, con dos kas. Teníamos 15 años, éramos inseparables, nos colábamos juntos en el cine para mayores de 18 años, nos bebíamos la vida a gollete en esa época en que todo giraba tan deprisa y llorábamos juntos de ganas por estar con una mujer. Pero no menos importante era que me prestaba a su familia y que así pasaba la mayoría de los fines de semana ingleses, recién estrenados en el colegio, en su casa, con su madre y sus hermanas, Rosa, María y Ana. 

Las muchachas eran una especie alienígena, mujeres jóvenes, algo de lo que mi familia carecía, y su madre era amable, cariñosa, deliciosamente despistada y progresista a su manera en aquellos años de plomo. Era como un refugio de montaña en plena nevisca y ahora, cincuenta años más tarde, entiendo que a la mía se la llevaran los demonios y que me exigiera una noche que salieran juntas las dos parejas, los padres de mi amigo y los míos, algo que a mí me proporcionó un nudo en la garganta cuando se lo trasmití a los padres de Kike, que aceptaron porque no podían hacer otra cosa.

La madre de Kike, -nunca la llamé por su nombre-, trabucaba todos los nombres, fumaba 1-X-2 y decía “Idme a comprar el Un-Dos-Tres, chicos”, o un día que nos encontró escuchando al grupo America cantar peligrosamente A Horse with no Name, fumando tabaco y apurando unos tragos de jerez de cocinar de su mueble bar, nos preguntó si creíamos que estábamos en Sodoma y Gozorra. Nos hubiera gustado, pero carecíamos entonces de hierba, de acceso a muchachas de nuestra edad o mejor un poco mayores y a una educación sentimental atemporalada en la niebla de nuestra adolescencia.

Yo eché mano de Rosa, la pequeña de las tres hermanas de mi amigo, en su primer año de carrera, que nos hablaba de los grises y nos contaba el chiste de la diferencia entre el policía y su caballo, mientras su novio, un progre de trenka y barba que fumaba Ducados, rasgueaba la guitarra, Gallo Rojo, Gallo Negro y otras mandangas por el estilo. Me importaba un bledo su novio, ni siquiera lo miraba, yo solo quería tener alguien a quien querer y si entonces los tatuajes no hubieran sido un emblema basto de marineros holandeses y presos bordes de Carabanchel, me hubiera tatuado su nombre en el antebrazo, bajo el ancla que, imaginaba, iba a alumbrar permanentemente mi vida de adolescente errante y casi siempre en tierra.

Se lo dije a Kike y casi se muere de risa. Tuve que amenazarle con partirle la cara, yo era dos cuartas más alto aunque del mismo peso, si se atrevía a decirlo en familia, a su hermana, y por supuesto a su madre. Aunque años más tarde entendí algunas miradas levemente sardónicas de Rosa y mucho más tiernas de la madre que me destinaban en alguna comida compartida cuando conseguía quedarme a comer en su casa, algo que mi madre aborrecía pero que no sabía cómo impedir.

En el cuarto de Kike, que compartía con una hermano algo crápula, Pepe, que tenía un 600 preparado como decíamos entonces y una novia espectacular además de simpática, entraba a veces la madre y nos hablaba de lo que se le venía a la cabeza antes de rogarnos que bajáramos a por tabaco y compráramos de paso en el bar cercano unas patatas bravas excepcionales de las que nos habíamos hecho adictos. 

Bajábamos una fuentecilla de vidrio, comprábamos en la máquina el 1-X-2, echábamos unos flipper, un duro dos partidas, y volvíamos para verla fumar esos cigarrillos letales con voluptuosidad y elegancia como las actrices de Hollywood. En una de aquellas tardes nos comentó que esa semana ponían en la tele Crimen Perfecto, una de sus películas preferidas, de Hitchcok, con una Grace Kelly a la que se parecía veinte años más tarde y con seis hijos paridos. 

─ No podré verla, mi madre no me deja ver películas de dos rombos.
─ Pero si es de lo más ingenua. No creo que la califiquen de mayores, ¡Qué tontería!
─ Hasta que cumplí los catorce ni siquiera podía ver las de un rombo.
─ Pero, hombre si las de un rombo son casi para los dibujos animados, ─dijo soltando el humo que le trepaba hasta los rizos─. Ya sé lo que haremos. Llamo a tu madre y le digo que te quedas a dormir en casa, que tenéis un trabajo que terminar. De religión, así seguro que no me pone pegas. La película os va a encantar. Recuerdo la escena de Grace Kelly volviendo a casa, a punto de ser ejecutada y cómo miraba a los ojos a su marido que era…
─ ¡Mamá! No nos la revientes ─cortó Kike mirándola con una intensidad de la que todavía hoy me confieso celoso.

Reconozco que a veces se jactaba  de sus hermanas, de su madre, del crápula de Pepe, de su padre, ingeniero aeronáutico de Iberia que ya entonces llevaba barba, y a mí no me quedaba de otra que agachar la mirada sin tener casi nada de lo que alardear. Apenas un hermano estudiante de piloto, que me pelaba poco por la diferencia de edad, once años, es decir, que no me hacía mucho caso, como más tarde aprendí que decían en México, y la pasión de mi madre por los animales, un loro, dos monos, dos gatas, y un perro gordo, tonto, mestizo y cariñoso hasta la náusea.

Todavía hoy siento un regomello en el estómago cuando veo a Grace mirar a su marido con ojos incrédulos, tras entrar en el apartamento con el policía con cara de bueno, horas antes de su ejecución.

La madre de Kike se avino sin problemas a prestarnos su casa para nuestras reuniones con el cura colega del colegio, Jesús Bringas, ex futbolista del Real Madrid, guitarrero, moderno, bastante buen cantante aunque con boqueras y  halitosis, que había transformado su aula de religión de quinto de bachillerato en un “laboratorio para la educación en la fe”, con proyector de filminas, biblioteca, pizarra adhesiva blanca y otros artilugios que ponían a prueba precisamente la fe de unos muchachos que estaban deseando abandonarla, aunque fuera momentáneamente, para ceder a las tentaciones de la carne y las revistas porno, cotizadísimas en aquel entonces.

Ya despuntábamos algunos que nos reclamábamos agnóstico o ateos, sin distinguir muy bien entre una cosa y otra. Todo colegio que se preciara, -y El Pilar se preciaba entonces, con curas incrustados en el Pozo del Tío Raimundo y marianistas que defendían la carrera espacial soviética frente a la yanqui-, contaba con algunos de aquellos curas colegas, que nos atraían a la vez que nos repelían. No eran como el padre Agapito, subdirector de mayores, que nos metía caramelos en los bolsillos para tocarnos el miembro y del que todo nos reíamos gritando “Culo contra la pared que viene el Padre Agaputo”. Otros tiempos, menos blandengues y más divertidos que los de ahora.

Aquellos eran colegas, sudaban en misa, cantaban himnos con voz de barítono, y a veces tocaban la guitarra en la propia misa, “Como el ciervo que a la fuente…” y otros himnos;  jugaban bien al fútbol quizá también al tenis, se acercaban demasiado cuando nos hablaban mientras se sacudían la caspa del traje gris arratonado y montaban charlas extravagantes en esas aulas creadas como laboratorios. Ni siquiera le respetaban sus iguales, el padre Antonio, por ejemplo, cura y no marianista, vasco, nacionalista, defensor de los encausados en el proceso de Burgos, que me enseñaba pesetas de la República, de enormes orejas y nariz prodigiosa que sin embargo, no jugaba nada bien al frontón, pero me sonreía cómplice cuando se enteró que alguien había puesto Gora ETA en la pizarra. Nunca le confesé que había sido yo y lo había hecho entre otras cosas por agradarle.

El padre Bringas se avino con placer a reunirse con nosotros en casa de Kike los viernes por la tarde, porque le ofrecimos como gancho nuestras dudas de fe, una merienda de la que picoteaba con ganas reprimidas y una madre que de vez en cuando entraba a plantear alguna duda, esta vez sí, sincera. Del grupo, Kike, Galiana, Malo, Córdoba –solo los íntimos nos llamábamos por el nombre de pila-, únicamente yo me reconocía descreído del todo. ¡Cómo no iba a serlo si mis padres eran unos auténticos cenizos, él productor de Molokai y más tarde editor de una colección de fascículos que buceaban con morbosidad sobre la Pasión y Muerte de Cristo, y ella franquista por mucho que una amiga francesa que trabajaba en su embajada le hubiera descubierto el Segundo Sexo de la Beauvoir.

Mi madre empezó desde entonces a reivindicarse feminista, a mirar a mi padre con algo de supremacismo de género, aunque afirmaba que era una ideología para gente bien formada, con criterio y responsabilidad, de las que  sostenían el Régimen, aunque acudiera a las charlas casposas de los Satrústegui en las reuniones de Politeia, más que por otra cosa, por lucir palmito con la aristocracia.

El cura tiraba de sus mejores recursos dialécticos, con un cleriman impoluto y un alzacuellos tirante, y nos hablaba de lo que creía más importante, la luz de la revelación. Nosotros aguantábamos la charla con alguno del grupo sinceramente atraído a pesar del sopor que nos producía la semana de clases pero con Kike y yo bailándonos en la mirada una sonrisa, mi amigo  devorando los croissant de Mallorca a puñados y yo esperando a ver si Rosa se dejaba ver por el pasillo sin el pesado del progre de su novio, cantante como el cura,  que además parecía recién egresado de la facultad de Fenomenología del Espíritu en, pongamos, la universidad de Lovaina.

Al cura Bringas le perdimos del todo el respeto un día que se quedó mirando a Rosa con cara de perro hambriento. Yo me puse furioso pero Kike prefirió que le hiciéramos unas coplas que luego se hicieron famosas en su Laboratorio de Educación en la Fe:

Show de Bringas va a empezar,
vamos todo a follar,
un polvo más no importará.
¿Existe Dios?
No,
¿Existe Dios?
No,
¿Existe Dios?
No, No, Nooooo
La luz de la revelación nos importa un cojón
Viva la masturbación.

Sacamos quinto por los pelos y en septiembre. Pasamos juntos parte del verano en El Escorial y luego yo en Dublín para aprender inglés y estudiar química, una asignatura antipática donde solo me interesaba la lección que hablaba de Madame Curie, y que aprobé en tercera convocatoria por cansancio. El profesor de la asignatura era mi entrenador de baloncesto y me había nombrado capitán del equipo. Yo creí que tenía la química aprobada por decreto y el pobre hombre tuvo que operarse de una de esas cosas que no se nombran y pusieron a un sustituto.

Me cambié de colegio por recomendación del claustro que no quería echarme directamente con tal de respetar la tradición y el abolengo familiar, y eso agostó nuestra amistad y mi relación con la madre de Kike, a la que me encontré muchos años más tarde al otro lado del mostrador de una caseta de la Feria del Libro de Madrid.

Aún tenía pocos años, no me pesaban los recuerdos en el corazón y consideraba que no había mayor emoción que no sentir ninguna, pero escondí como pude mi turbación de eterno adolescente, le pregunté por Kike pero no por Rosa, y recordé con ella antes de que llegara su marido al cercano y pringoso chiringuito que lucía el cartel de La Guerra de las Tortillas, la escena de Grace Kelly en Crimen Perfecto, la película que desde entonces siempre me cosquillea la nuca, sentado una noche a la mesa de los Mañeru, mirando a Rosa por el rabillo del ojo.

© alfonso, marzo de 2018

lunes, 13 de noviembre de 2017

Ecologismo, por compasión

Circo Europa en Carboneras


Cemento, carbón, puntos limpios y animales, animales


El circo Europa ha llegado a Carboneras, un pueblo pegado al parque natural de Cabo de Gata, en Almería, que alberga una de las mayores centrales eléctricas de carbón de Endesa de la Península, -carbón chino, ojo-,  una cementera, una desaladora y una planta de tratamiento (sic) de aceite.

Es noviembre, un mes ambiguo donde la mayoría de sus habitantes toma vacaciones tras el desfonde de los meses de verano cuando los turistas, la mayoría madrileños, catalanes de primera generación y franceses meridionales, pueblan sin mucha presión bares, playas, hoteles y pensiones, al calor de una inclemente campaña sobre la Playa de los Muertos, publicitada hasta la nausea por tierra mar y aire, como una de las mejores de España y resto de Europa. 

No es más que una exageración de becarios sin mucho que echarse al portátil en épocas de verano, pero ciertamente la playa es hermosa, sobre todo si no tuviera un aparcamiento de cientos de coches en su cúspide, si no te achicharraras los sesos al subir a la hora de la comida, si no te fundieran con las canciones de Bisbal, ese almeriense ilustre, desde el camión de refrescos de la explanada del aparcamiento, y no planeara sobre los bañistas una torre vigía donde se ha filmado Juego de Truños, una serie de pertinaz sequía intelectual.

El circo llega calladamente, con apenas unos camiones, sin coche con altavoces que pregone, al contrario que el tapicero, sus delicias por las callejuelas angostas del casco viejísimo; con humildad trapense y la mirada sin futuro de los que hemos cumplido ya los sesenta años. Solo su cartelería, pegada con celo del malo en las farolas de la calle Sorbas y arrancada por los miembros más conspicuos del botellón del viernes, da fe de su oferta y de los precios moderados, -casi todo a diez euros, todos los niños pagan-, y prometen animales imposibles, jurásicos remendados, dinosaurios, velociraptors y otras criaturas feroces pero menos, y las atracciones habituales del medio, payasos, equlibristas, cantadores de flamenco light, imitadores, benditos sean, de Chikito de la Calzada. Se instalan en un predio cerca de las Malvinas, el barrio gitano del pueblo, no muy limpio, no muy llano, no muy céntrico.

Hace unos meses los ecologistas interrumpieron su función para boicotear la presencia de los animales del espectáculo: dos leones de cuatro años, Simba y Mufasa, un poni, Furia, un búfalo Yimi y una llama, Marrón.  La presión continuada sobre unos animales que consideraban de la familia, con todos los papeles en regla, incluido el de zoo ambulante, llevó a la familia Bassy, quinta generación circense, a donarlos a la fundación Primadomus y renunciar a su exhibición en un espectáculo que da sus últimas bocanadas analógicas entre los pueblos ejemplares de Andalucía.

«Esto para toda la familia ha sido un golpe muy duro y nos sentimos como si hubiera muerto alguien cercano. Mi mujer y mis hijos no han dejado de llorar todo el día. Sienten un gran vacío como yo. Pero sabemos que en Primadomus todos nuestros animales van a estar muy bien y eso es lo más importante. Nosotros, a partir de ahora, tenemos que hacer los espectáculos sin animales porque todos los ayuntamientos nos lo prohíben, así que tenemos que sacarlos de las funciones», ha declarado a la prensa local Fernando Elys, probablemente el último gestor del circo Europa. «Esa fama que nos han querido dar no es real ni justa porque jamás hemos maltratado a nuestros animales. Es más, si el dinero escaseaba primero comían los animales y luego nosotros. Es algo que mi abuelo inculcó a mi padre y mi padre a mí, aunque yo ya no podré hacerlo a mis hijos porque ellos no disfrutarán de los animales como lo hemos hecho cuatro generaciones».

Ayer llamé al ayuntamiento de Carboneras para pedir información sobre el Punto Limpio inaugurado según La Voz de Almería de fecha 31 de agosto de 2016 y que ya figura en la relación de puntos limpios que publica la Junta de Andalucía, para entregar unos restos de pintura ya deteriorada. No existe tal cosa, (250.000 euros de inversión en la nada) ni en el improbable pago del Rellano de la Torvisca ni en ningún otro lugar, según la información facilitada por el ayuntamiento carbonero, nunca mejor dicho.

El ayuntamiento en pleno inaugura la nada

Mientras, Endesa, la madre de todos los coches eléctricos alimentados por carbón chino, el de peor calidad y el más contaminante, sigue vertiendo, junto con la cementera, sus gases venenosos al aire del parque natural Cabo de Gata. No importa, dicen los munícipes del lugar, el viento se los lleva siempre hacia Mojácar.

Esta noche iré a ver el espectáculo del Circo Europa para abrir desmesuradamente los ojos con los animales jurásicos que promete su cartel.

Luego me echaré unos gin tonics a la salud de Simba, Mufasa, Furia, Yimi y Marron olvidando al coleto ese ecologismo  de baja intensidad que nos promete coches eléctricos de carbón chino mientras acosa los cinco animales del Circo Europa al mismo tiempo que los trece millones de mascotas españolas se tuestan al sol de la Playa de los Muertos, que en paz descansen. O de cualquier otra, a beneficio de los huérfanos, los huérfanos, y de los pobres de la capital, Moncho Alpuente dixit.

Y del Algarrobico... mejor ni hablamos

Carboneras, 13 de noviembre de 2017


martes, 22 de agosto de 2017

Agapito, un proletario de libro

Me Ti, el libro de las mutaciones
Le conocí en la facultad de sociología, poco antes de que se muriera en su cama el cocodrilo que gobernaba el país desde hacía 40 años. Se acercó a venderme una mercancía peligrosa que entonces circulaba por el bar, mucho antes que el caballo se convirtiera en el lubricante de la vida de los universitarios de la siguiente generación, teñidos de anarquistas de baja intensidad. Me ofrecía libros, la mayoría prohibidos, que le fiaba Jesús de la bien surtida trastienda de la librería Fuentetaja. 

Le compré un par y encargué otros dos, creo recordar que La muerte de la familia de Laing y El Me-Ti de Bertold Brecht, un opúsculo estalinista de grueso calibre que disparaba contra Trosky antes de que el georgiano le asesinara, fruto de la envidia que le profesaba por haber compartido cama con Frida Kahlo. 

El de Laing confirmó mis sentimientos más oscuros sobre mi entorno familiar y me prestó ánimos para montar en mi Vespa una noche de invierno en que arrancarla era una proeza casi igual que emprender un camino hasta hoy sin rumbo y sin retorno, lo que ahora consideraríamos una auténtica barbaridad a los veinte años.

Ambos íbamos al turno de noche por razones de trabajo, yo por querer encontrar alguno que me permitiera salir de la casa de mis padres, a la sazón una especie de Treblinka gobernado por un kapo femenino de poco pecho y carácter volcánico en versión pasiega, devota del queso Jacinto y de los cursos gratuitos de sabiduría burguesa que organizaba la mujer de Joaquín Satrústegui, una aristócrata donostiarra que jugaba a la ruleta rusa liberal monárquica con chaleco antibalas, y él porque andaba a salto de mata en casa de su madre.

Se trataba de un sexto piso en la calle Atocha sin ascensor ni calentador de agua, como pude enterarme más tarde, donde vivía con la viuda de un ex capitán del Quinto Regimiento que acabó vendiendo prensa de forma ambulante por los hoteles que rodeaban la cercana estación de Atocha tras haber pasado varios lustros en la cárcel y esquivar una pena de muerte. Jamás llegaron a darle un kiosco a pesar de una enfermedad pulmonar que acabó tempranamente con su vida de rojo sentimental y fumador empedernido.

Empezamos a intimar en virtud de nuestro amor común por los libros que quizá nos viniera fruto de la genética, él por su padre lector compulsivo y vendedor a su pesar de la prensa del Movimiento y afines, -todos entonces eran afines, sobre todo el cercano a su piso de portera, el diario Pueblo-, y yo por las veleidades de mi padre como editor de Fray Justo Pérez de Urbel en comandita con su socio Alberto Vasallo de Mumbert, un fascista de pelo en pecho e hirsuto que salía de su camisa abierta, radicado en Piedralaves, donde llegó a entrenar un fantasmal ejército de liberación portugués tras el golpe de los capitanes de Abril. La editorial y su magna obra La tijera literaria, tenía la oficina en un local subterráneo de la Gran Vía que albergaba los excusados más célebres de la capital, frecuentados por homosexuales sórdidos, ajados y deslucidos, perseguidos con saña y cierto morbosa adicción por el Régimen del brazo incorrupto. Alguna vez que saqué unas perras corrigiendo galeradas, mi padre me advirtió de que fuera con ojo si bajaba a los servicios o me fuera a la cercana cafetería Manila, que ya se encargaba él de pagarme la consumición.

Años más tarde y siempre con el dinero de su esposa, compartido cristianamente en razón del matrimonio en régimen de estrictas gananciales, llegó a editar su obra cumbre, Pasión y muerte de Jesucristo, que pretendía vender por fascículos a todas las parroquias de España en virtud de su antigua militancia en Acción Católica desde antes de la guerra, tal y como había hecho con Molokai, película en la que había participado como productor consorte. Los tiempos habían cambiado sin que él se diera cuenta, abrasado por otras pasiones repartidas entre Garabandal y El Escorial y la empresa fue un absoluto fiasco que no consiguió ni siquiera saldar al papelote y eso que estaba impresa en un cuché de muchos gramos. Ahí su señora dijo basta, disolvió la sociedad de gananciales, le retiró la firma de todas sus cuentas y la titularidad de sus pocos bienes y pasó a entregarle una paga semanal con la que se compraba todos los periódicos del domingo, el único vicio que tuvo toda su vida, si no consideramos como tal el haberse casado con una señorita muy acaudalada de Santander, hija de una familia pasiega que todo el mundo tenía por loca y por rica desde hacía generaciones.

Agapito al conocer los detalles menos escabrosos de esa historia previamente espurgada por mi, me propuso que montáramos un puesto de libros en el Rastro. Miguel, el dueño de una distribuidora que entonces  se llamaba Visor y tenía el almacén en el barrio de Tetuán, nos dejaría los libros en depósito y entonces bastaba hacerse un hueco en la plaza del Campillo del Pueblo Nuevo,  abajo a la derecha de Ribera de Curtidores, donde sentaban sus reales los libreros de más o menos lance, incluido un ex capitán de las SS que vendía las obras completas de Leon Degrelle y del que se decía que llevaba siempre una Luger bien alojada en la sobaquera.

Allí vendíamos todos los domingos por la mañana obras de estricta vanguardia, Bachelard, Sartre, Beauvoir, Brecht… pero nuestro mayor best seller fue El Manifiesto Comunista, una vez autorizado, en edición de Ayuso, a 25 pesetas el ejemplar, 22 con el debido descuento. El día de la legalización del PCE llegamos a vender cerca de 200 ejemplares. Recibimos la visita de los Guerrilleros de Cristo Rey de la que nos defendimos aceptablemente con los hierros de nuestro puesto una vez desmontado de una patada y con la ayuda solidaria de unos jóvenes cenetistas que vendía muchísimos menos libros que nosotros pero que nos sonreían sin rencor a pesar de las miradas de suficiencia marxista leninista de Agapito, que por entonces rondaba la OPI, uno de los primeros grupúsculos escindidos del PCE y que juzgaba a Beria como un pequeño burgués pequeño de clase media baja con las rodillas inthe guanter, significara eso cualquier cosa que pudiera significar.


El Manifiesto ComunistaUnos meses más tarde su líder, Carlos Tuya, condujo a un puñado de esforzados militantes hacia un nuevo partido, el mero mero, el definitivo, el Partido Comunista de los Trabajadores, cuyo símbolo era un clavel en homenaje a la Revolución de Abril recién acaecida en el país vecino. Le recuerdo en Malasaña, junto a otro de los cuadros descollantes del partido, un trabajador, -es un decir-, de Alianza Editorial que hacía de corredor de comercio de su fondo, asomados desde un garito de la plaza con sendos cubatas tibios en vaso de tubo, perorando sin reparos y criticando de manera contundente la novedosa y reaccionaria costumbre de fumar porros que empezaba a practicar la juventud y que les alienaba a la vez que les pervertía y alejaba de la auténtica revolución de la clase obrera más heroica y sudorosa.

Años más tarde, ya con su verdadero nombre, Carlos Delgado, seguía predicando sobre las inequívocas ventajas del alcohol sobre las drogas blandas y escapistas desde las páginas de El País dedicadas al vino desde la perspectiva más epicúrea. Pero no creo que llegara a ver Platoon ni que se identificara con Tom Berenguer, una película tildada todavía entonces de desviacionista, a cargo de Oliver Stone, al que sin duda los adictos de su garito tenían como agente de la CIA.

A los pocos meses Agapito y yo decidimos compartir piso, una infravivienda que yo había encontrado en Argüelles, frente al piso de mi hermano que me cobijaba desde que una noche pegara un portazo en casa de mis padres, para alborozo de la irresponsable (sic) de mis días. Se trataba de un  quinto, esta vez con un ascensor aunque homicida, muy bien distribuido en dos habitaciones, vestíbulo enano, cocina diminuta y cuarto de baño en que había que ducharse de costado. Era tan recoleto que llegamos a convivir hasta cuatro personas cuando se sumaron al disparate nuestras respectivas parejas.

Pero hasta ese momento vivimos dichosos Agapito y yo, rodeados de libros robados en librerías que sospecho hacían la vista gorda con nuestros desmanes de jovenzuelos, como Robinson, en la calle Fernando el Católico, donde su dueña tenía fama de ninfómana y letraherida a la vez, un binomio que sospecho sigue operativo, y sobrantes de nuestro tenderete en el Rastro, atracándonos de hígado de cerdo a 11 pesetas el kilo y arroz blanco en el que mi amigo intentaba, sin conseguirlo por supuesto, mojar pan en el caldillo blancuzco del arroz partido que nos dejaba Donato, nuestro ultramarinista de guardia, a precio ridículo. De ese hígado para perros estoicos del barrio Salamanca debe venir el colesterol que me afea mi médico de cabecera en el ambulatorio neo socialdemócrata de mi barrio.

En la facultad humeaban los grises, proliferaban los profesores vanguardistas alumnos de Gualtari, Althusser, Lacan y Deleuze y otros que iban a hacer historia como Leguina, al que tuve el honor de llamar fascista muchos años antes de que se convirtiera en tal, y bebíamos sin reparos y sin tasa alcoholes equívocos y botellines de Águila que luego le dejábamos a Fraga en su mesa, que llegó a estampar contra una pared ante nuestro regocijo.

La banda de amigos maoístas, "carrillos", banderas blancas y luego rojas, una frapera una, ácratas de excelente humor, un demócrata cristiano de izquierdas al que se lo perdonábamos por su gracejo contando chistes machistas subidísimos de tono y algunos estudiantes más, llegamos a la conclusión de que Agapito era un diminutivo que nuestro amigo, ese héroe de la clase obrera, el primero que conocíamos, no merecía, y comenzamos a llamarle sin sorna ni mala intención Agapo. No parecía molestarle y lo recibió como nombre de guerra, uno tan torpe como llamar “Tarta” a un amigo y camarada mío troskista que era tartamudo, o la "Negra" a una muchacha de Almería que parecía recién llegada de Senegal y que mostraba las palmas de las manos, blanquísimas por contraste del negro de su reverso, para certificar su africanismo y reivindicar de paso y sin tasa a Frantz Fanon y la lucha armada en el barrio de La Chanca.

Frantz Fanon
Ese verano comprobamos que la gomaespuma de nuestro amigo el colchonero del Rastro era lo más parecido a las tibias arenas podridas de cualquier pantano malsano cuando en la semibuhardilla no bajaba de los 32º en lo más denso de la noche madrileña; que se podía vivir sin televisión, entonces con apenas dos canales, un invento diabólico al que nunca podríamos imaginar el grado de abyección al que iba a llegar más tarde; que el sofá era un somier viejo con un saco de arpillera como respaldo que te dejaba la espalda en carne viva, y que nos íbamos a convertir en adictos del Topics, un self service de la plaza de los Cubos, donde salíamos indefectiblemente con toda la vajilla utilizada en el parco condumio metida en la mochila.

Seguimos vendiendo libros, yo me hice profesor de inglés en uno de esas academias donde su éxito radicaba en su fracaso eterno en enseñar el idioma y Agapito empezó a prestar sus servicios en una editorial como corredor en plaza, ya dado de alta en la Seguridad Social. El remedo de apartamento no daba más de sí para sus cuatro habitantes y separamos nuestros caminos sin discutir sobre la nevera que habíamos comprado en doce plazos de 1000 pesetas cada uno, devolvimos a su hermana la Jata de un kilo donde lavábamos la ropa interior, repartimos los libros y yo me quedé la infravivienda de Argüelles, y Agapo y su novia se volvieron a su barrio de Atocha a seguir siendo felices, casi ingenuos y librodependientes.

Muchos años más tarde me lo encontré en la plaza de Ópera. Tuve que hacer un esfuerzo para forzarle a que me reconociera y me prestó un perfil agrio y desganado. No quiso saber apenas nada de su antiguo compañero de piso ni de aquellos tiempos que a mí me parecían bohemios y a él quizá sórdidos, cogió de mala manera la tarjeta que le tendía mientras le invitaba a compartir unas copas y cierta melancolía cualquier tarde de ese otoño lloviznoso, hizo un escorzo digno del mejor delantero centro y desapareció en las escaleras del Metro de la plaza.

No le he vuelto a ver, los libros nos han abandonado, reliquias de un tiempo mutado como el libro de Brecht, igual que un naufragio en agua de nadie, aunque los recuerdos siguen conspirando a nuestras espaldas como en un cuento de Conrad.


© alfonso ormaetxea, agosto de 2017

jueves, 18 de febrero de 2016

Begotxu, la Fittipaldi

Bego en Biblo
Bego vivía en una buhardilla destartalada camino del barrio de la Palanca en Bilbao, en un quinto sin ascensor. 

Si cuando visitabas la ciudad  te tocaba en el reparto dormir en su casa, empezabas a temer la subida al tercer gintonic y ya no sabías si quedarte de gaupasa toda la noche si el cuerpo aguantaba, o emprender la escalada antes de que el alcohol y la melancolía te trabaran las piernas y el alma nada más meter la llave en una cerradura vieja que fallaba más que una escopeta de feria.

A esas horas Bego ya dormía, fuera día de labor o fin de semana, porque era totalmente abstemia y eso, en Bilbao, a pesar de los zuritos de Kas Manzana que llegaron a ponerse de moda, era un inconveniente serio para salir de vinos con la cuadrilla. Los de fuera la mirábamos con sorna en las primeras rondas y luego con solidaridad y cierta envidia en las penúltimas, en las eternas “espuelas” que seguían hasta las primeras luces del alba que apenas iluminaban tísicamente una ría que entonces olía a muerto y te amenazaba adusta con sus aguas ponzoñosas. Algunos recordaban con asco infinito una carga particularmente salvaje de la policía que obligó a varios a tirarse, de grado o por fuerza, a sus truculentas aguas.

La hermana gemela, gemela hasta la nausea afirmaba su marido, tampoco bebía, claro, pero era capaz de aguantar charlando con las mozas de la cuadrilla todas las horas que fueran menester, mientras que Patxi, que entraba temprano en la fábrica y los sábados acumulaba déficit de sueño, se retiraba en cuanto podía hacerle una finta al grupo de borrachos y parlanchines con un regate digno de Rojo, el mejor extremo izquierdo que había dado el Athletic, lo que equivalía a decir el mundo.

Bego tenía un sentido de la hospitalidad genuinamente bilbaíno. Te daba las llaves de su casa y de su coche y te ponía a disposición su nevera, permanentemente vacía, donde no vegetaba ni el medio limón que todos teníamos momificado en nuestros refrigeradores. Era una época en que sosteníamos que tener más comida que cerveza en el aparato era señal inequívoca de haber llegado a una madurez pequeño burguesa y vergonzosa. Pero ella solía tener media botella de patxarán casero por pura reivindicación del pueblo navarro donde había nacido, al pie de la sierra de Aralar, y algunos, aunque solo fuera para contemplar el milagro de su eterna regeneración, éramos capaces de matar la resaca con ese brebaje al levantarnos preguntándonos dónde demonios estábamos. La botella, sorprendentemente, siempre estaba a medias, y le hacíamos bromas sobre la tacañería de su familia: “pues ya saben que no bebo, bobo. Para qué malgastar una entera”, contestaba.

Su buen carácter podría acogerte entre las sábanas de su propia cama a altas horas de la madrugada si la despertabas al subir y no tenías ganas de buscar las sábanas y tenderlas sobre un catre de campaña que hacía las veces de sofá en el saloncito. No tenías más que decir bajito: “¿Bego, Begotxu, puedo meterme en tu cama esta noche?” y sin mediar palabra ni abrir un ojo, levantaba una espantosa manta marroquí que le hacía las veces de cobertor junto con la sábana y te hacía un sitio, no sin advertir en susurros que sin roncabas te ibas directo al sofá con o sin sábanas. 

No conocí a nadie que pretendiera aprovecharse de la situación y del roce porque Begotxu estaba perdidamente enamorada, -como solo son capaces de estar las mujeres- de Jon, con ese destino teñido de aciago que tienen los amores sin remedio. Se trataba de un montañero enamorado de los montes de todo el mundo, especialmente de los de Venus, que había andado de trekking por tres continentes, de guía al menos por dos y que había escalado varios ochomiles para fumarse algún porro a una altitud decididamente asesina. 

En una de esas escaladas tuvo un serio percance que nunca contaba porque le supuso la pérdida de un compañero de ascensión y tuvieron que amputarle medio pie. Prácticamente no se le notaba al andar y aprovechaba el hueco que el pie fantasma dejaba en la zapatilla para traer a casa todo tipo de sustancias estupefacientes en una época en que los controles eran más ingenuos que los actuales. A una de sus novias de viaje le sonó el aparato que una gendarme le pasó por todo el cuerpo al detectar la bola de hachís envuelta en papel de aluminio que llevaba en el sujetador, y le bastó con afirmar con que era el marcapasos para que la dejaran pasar la aduana con una sonrisa de genuina conmiseración. 

Jon subía algunas noches a dormir en la cama de Bego y se quedaba incluso algunos días haciendo de novio formal, pero no conseguía aguantar más de media semana antes de volver a su apartamento de los jardines de Albia que había heredado de su familia pija de apellido insigne, donde vivía el menor tiempo posible. Tenía el encanto canalla que reviste a los guías de viaje de las agencias alternativas y que a algunas mujeres, sin que nadie sepa por qué, les resulta irresistible en sus viajes veraniegos de riesgo controlado y amores liofilizados que duraban a lo sumo 15 días, 14 noches, y luego cada mochuelo a su olivo. Y como él decía, “a nadie le amarga un dulce”. 

Algunas de sus expediciones acababan mal en lo que su jefe llamaba “dinámica de grupo” porque a veces eran más de una la que quería naufragar en sus ojos de montañero, lo que solía llevar aparejada cierta tensión en el grupo, sobre todo entre las feministas más conspicuas a las que Jon ponía su mejor mirada de desamparo y orfandad. Sin llegar, eso sí,  al caso de otro guía de la casa que estuvo a punto de desatar en la OMS una alarma de infección venérea en un país africano al contagiar a dos chicas del grupo que tuvieron que acudir a un hospitalito local de Médicos sin Fronteras aquejadas de unas purgaciones que el guía conductor llevaba arrastrando varios meses.

Bego sufría los reveses y los sinsabores de su amor insensato con la cabezonería y la tozudez de su origen navarro. Sufría, pero sufría menos por su abstinencia del alcohol, que es lo que a los hombres nos hace decir las mayores estupideces y cometer los mayores desatinos sin merma aparente de nuestra integridad moral y autoestima personal en base a la eximente del whiskey de garrafón o de Segovia, que viene a ser lo mismo. 

Alguna vez se llegó a sincerar conmigo parapetada tras su Kas Manzana en plena Barrenkalle, a la puerta del K2, donde siempre pedíamos los gintonics de dos en dos: “a mí me basta con que me quiera. Aunque me quiera con esa manera tan albardada que tenéis los hombres de querer poco a la gente que os quiere tanto”, se mentía ella misma. Y a mí todo se me hacía distante, lejano y pesaroso, debido quizá a las impostadas risotadas de los borrachos de mala amanecida.

Y no me atrevía a replicarle que no entendía lo albardado del querer, que solo conocía que se albardaran los mejillones tigre, para luego responderle con tópicos medio inventados que me sacaba de las boleros más espinados de José Alfredo Jiménez.

Nunca vi llorar a Bego, nunca le escuché un reproche, ni un gesto amargo, a lo sumo su frase favorita entre traguito y traguito del Kas Manzana: “Ya le vale, ya le vale”. 

Una vez, ella, que a veces me había abrazado inocente en lo más profundo del sueño, una noche en que me había refugiado en su cama, consintió en que se le humedecieran los ojos y transigió en recostar la cabeza sobre mi pecho, treinta centímetros por debajo de mis ojos, mientras yo hacía un gesto de complicidad obscena, que ahora me reprocho con inútil arrepentimiento, a un miembro de su cuadrilla al borde del coma etílico.

El cuatrolatas que aparcaba siempre al pie de su casa y cuyas puertas no cerraban era la tabla de flotación, el chaleco salvavidas de muchos de los personajes que arrastraban su vida en el barrio, pero nunca le desapareció nada del interior, ni recibió un arañazo, ni le faltaron los espejos retrovisores, ni sufrieron quebranto alguno las numerosas pegatinas antinucleares, Nuklearra Ez Eskerrik Asko, ecologistas, veganas y de defensa de los animales más desfavorecidos de la fauna mundial que adornaban el desvencijado portón del coche de Bego. Todo lo más, tenías que tener suerte si lo cogías para ir a Sopelana en verano, por si alguno se había aliviado sobre una rueda de madrugada, mirando a un cielo del todo inexistente, y el calor de julio del Botxo te colaba por la ventanilla el olor ácido y punzante de los peores alcoholes del barrio.

Luego se compró un Dyane 6 color quién sabe de segunda mano, para enfado de su nutrida cuadrilla de amigos y su hermana gemela, que sostenían con razón que el Dyane era el coche más feo que se había inventado y que las calles de la elegante ciudad de la ría no se merecían albergar semejante engendro. El colmo sería pasarlo por el puente colgante de Portugalete. Era en lo único que discrepaba con su doble, además, claro, de sus amores no correspondidos con el montañero errante, - que Tere llevaba fatal refugiada en su marido más fiable que un farero-, el único que subía los cinco pisos con pie y medio y te sacaba tres de ventaja.

Además Bego conducía muy bien. No solamente prescindía en su condición de mujer de la agresividad del macho alfa en pleno ataque de celo al contemplarse en el retrovisor de otro energúmeno, sino que su condición de abstemia radical le permitía una ventaja estratégica en los controles de la Guardia Civil primero, y en los de la Ertzaintza después. 

Eso le valía invitaciones constantes a salir de noche, sobre todo en las fiestas de los numerosos pueblos de la provincia. Si no le apetecía, a su interlocutor le bastaba con nombrar que Jon estaría en la farra. Era una contraseña infalible. Luego, si este no llegaba, podría alegar que otro compromiso le había impedido acudir o que no le habían encontrado en su casa, o que andaba perdido quién sabe dónde, porque Jon nunca llegó a tener móvil. 

Eso sí, solían rogarle que no llevara el Citroën, que era un mamotreto feo y achaparrado, peligrosamente inseguro a la hora de negociar las curvas más retorcidas de la costa bizkaitarra. Y ella seguía esgrimiendo su frase favorita: “Sí, ya te vale”.

Al principio Bego se rebelaba contra las prevenciones, del todo falsas, que esgrimían contra el Dyane. Luego acabó entendiendo que si iba en el coche del amigo o amiga no podía volverse antes de que acabara la parranda. Y ella tenía buena anochecida, nadie le esperaba en su buhardilla de alta montaña, las noches de fiesta eran deliciosamente cálidas, siempre sería posible que apareciera Jon aunque estuviera a miles de kilómetros de allí y el sueño no le pesaba en sus párpados de soñadora sonámbula. 

Hace unos meses, un amigo común me dijo que había tenido un accidente volviendo de una fiesta de pueblo y que había muerto en el acto en un coche que compartía con un amigo. Un borracho les había embestido saliéndose en una curva cerca de Elantxobe. Pregunté si su hermana estaba bien y me contestó que no, que la veían paseando de la mano con su marido, con la mirada perdida, y nadie todavía se atrevía a decirle nada. 
─¿Y Jon?, -pregunté.
─Anda haciendo trekking con una agencia que organiza subidas al Kilimanjaro.
─Pues espero que se le revuelva el esqueleto del leopardo. Nunca había subido tan bajo.

©alfonso ormaetxea, marzo de 2016

sábado, 2 de enero de 2016

Molokai, de película franquista a isla paradisíaca

Película franquista isla hawaiana


La antigua leprosería resort de baja intensidad 

Hace más de cincuenta años que el franquismo derramó todo tipo de dádivas, dineros y parabienes de la época en una película que ejemplificaba la vertiente nacional católica del Régimen y que ya entonces hacía reír en sus escenas más "dramáticas" a todos aquellos que no comulgaban brazo en alto.

Hoy, la isla es protagonista en el New York Times Travel y se ha convertido en un paraíso tropical en medio del Pacífico, en el pequeño archipiélago de Hawai, donde no queda ni un solo leproso en su lazareto, hoy Parque Nacional Histórico, y atrae a pocos pero entregados viajeros.

Ya en aquel entonces los prohombres del cine de la dictadura trapicheaban con las subvenciones del Sindicato Nacional del Espectáculo, comprándose a si mismos cientos de entradas para que las "ayudas" no dejaran de afluir mientras estuviera en pantalla en la Gran Vía madrileña, y los pobres acomodadores tuvieran que contener las carcajadas viendo las escenas finales de la película, que hacían llorar al arzobispo Morcillo, entonces prelado madrileño, y a los niños discapacitados por la polio a los que llevaban a ver la cinta, por si acaso el Padre Damián obraba otro de sus milagros, a través esta vez de Javier Escribá,  el patético galán de la posguerra.

La película del Nacional Catolicismo
De Carmen Polo, que asistió al estreno, se dice que se pegó sus buenas cabezadas, pensando quizá en Raphael, ayer su artista favorito, hoy personaje ineludible de las galas de la funérea y "eterna" televisión navideña.

La película Molokai, la isla maldita, contaba la vida del Padre Damián, un belga metido a cura misionero, que acaba en el lazareto de Molokai, atestado de leprosos y finalmente de beatos por mor del cura del país del chocolate. Fue rodada en Alicante y la bahía de Altea y sus productores descubrieron en aquella ocasión la espléndida bahía del pueblecito de pescadores y se dispusieron a llenarla de bloques y torres de apartamentos, que ya entonces podrían haber abochornado al mismísimo Calatrava y sus mecenas valencianos, Rita, el Bigotes y Francisco Camps.

Recibió cuantiosas ayudas, subvenciones y premios gubernamentales y de la iglesia, pero en el Festival de San Sebastián fue mofa y befa de la mayor parte del jurado y asistentes, tal y como me contó años más tarde Luis Gasca, que llegó a presidir el festival y más tarde abriría a expertos y académicos un excelente museo en la ciudad dedicado al cómic y el cine procedente de su colección privada, la colección Gasca Bilduma.
Molokai es una isla volcánica de apenas 400 kilómetros cuadrados y 7000 habitantes, conocida como la "Hawai auténtica", a unas pocas millas al sur de Honolulú, 15 minutos de vuelo; sólo tiene un hotel y carece de playas espectaculares o atracciones o restaurantes con estrellas, aunque los atardeceres de la playa más occidental merezcan un Oscar.

El antiguo lazareto, Kalaupapa, es ahora Parque Histórico Nacional, donde aún viven algunos supervivientes de una enfermedad que terminó con los antibióticos y no con los rezos y exorcismos de los retorcidos curas católicos, y a cinco minutos de paseo, bien en mula, bien a pie, se levantan unos imponentes acantilados  de más de 600 metros sobre un océano bravo del nombre más mentiroso.

El resto de la isla carece de turistas, surfistas, misioneros y detectives de serie de televisión cinco punto cero. No hay que pensar en ella como el típico resort tropical, pero el sonido del Oukelele al atardecer, los paseos en mula y el melancólico cimbrear de las palmeras cuando levanta el sol, le prestan un especial encanto.

Respecto a la película franquista, seguramente pronto recibirá un homenaje en forma de secuela o precuela, probablemente de la mano de Alex de la Iglesia y no se descarta que el propio Raphael haga de Padre Damián. 

La historia cuando se repite lo hace como farsa, ya lo dijo Marx. Aunque de las dos películas la única que seguiría siendo graciosa sería la antigua. El director entrado en carnes y el melifluo cantante hoy sólo mueven a escarnio.

P.D. El padre del que esto firma fue productor de la película.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Raúl, el perro de la Fuentecica

De la Alcazaba a la Puerta Purchena

1 La Calera

La niña se levanta de la cama casi antes de que la llamen y tras aterrizar los pies descalzos en el suelo de losetas rojas mira a su hermana que duerme con un sueño de nubes en la cama de al lado. 
―Despierta, Nené. Vamos a llegar tarde al cole.
Ni un sonido, ni un movimiento del cuerpo redondo que yace como un ovillo.
La niña se echa por los hombros un batón, se calza unas zapatillas de cuadros que dejan apuntar al cielo un dedo gordo, demasiado grande para el tamaño del pie y también de la niña, y corre al cuarto de baño. 
―Ocupado, Loli. Haber corrido más, dormilona –contesta la voz de la pequeña, siempre un poco enfadada.
―Pero es que me lo hago.
―Pues sal al jardín y allí te meas donde quieras.
―No se dice mear.
―Se dice si no hay nadie escuchando.

Loli sale al jardín y pasa delante de Raúl, un perro de raza indefinida, alzada media y pelo corto que vigila, es un decir, la parcela que rodea la casa, la cuadra cercana y la calera, y busca un rincón donde hacer pis fuera de la vista del perro y de los mayores, que no toleran que las niñas utilicen el patio de excusado.
No sé para qué dice mear cuando no lo escucha nadie, si no lo escucha nadie, piensa mientras procura que el cinturón de la bata no se moje.
―Calla Raúl, deja ya de ladrar –y le tira una china que le da en el lomo. Al perro no parece afectarle y sigue mirándola con mirada acuosa y una sonrisa franca que le cuelga de la lengua, larga y colorada.
―Calla perro apestoso, perro peludo, vete a morder las patas a Tobi si eres valiente.
Se trata de uno de los jamelgos que tiran del carretón de la cal, que tras arder calladamente en el horno se lleva a las obras de toda la ciudad. También se vende en la casa, a través de la ventana del almacén, de a peseta, a céntimos incluso, para hacer la mezcla  destinada a  alguna chapuza casera, enjalbegar paredes, enlucir estantes de la cocina o resanar los fondos de las cuevas que horadan el monte del cercano barrio de La Chanca. 

Paco, el capataz, tiene un retorcido sentido del humor, un poco áspero como las seras de esparto que maneja, y le gusta trastocar los nombres de los animales. A los caballos les pone nombre de perro, a los gatos también de perro, ―el que traía de cabeza a los ratones de la cuadra atendía por Lasi―, y a los perros de persona. Y claro, las niñas se hacían un lío con las personas y los animales. La primera vez que oyeron que un hombre se llamaba Raúl casi se parten en dos de risa.

El chucho movía ahora la cola a una velocidad de vértigo y daba tirones cortos a la cadena que le sujetaba a una casetilla montada con cuatro tablones, en la que las niñas habían pintado con trazo tembloroso y torcido las cuatro letras del nombre del animal.
Loli se cierra la bata y trata de trenzar el nudo que le había enseñado su padre, que no era corredizo. El As de Guía le había llamado. Tuvo que hacer dos intentos.
―Un nudo para no ahorcarse nunca, Lolica, para no hacerse daño. Acuérdate, un día te puede salvar la vida ―le había dicho medio en serio, medio en broma, jugando con la mirada hipnotizada de la niña que bailaba de los ojos de su padre a sus manos. 

Loli se acerca a Raúl y agacha la cabeza justo donde la cadena deja llegar el hocico alargado del perro. Empieza a llamarle quedo:
―Raúl, Raúlito, -y le sopla fuerte en la boca ávida que tira lengüetazos como estocadas al aire caliente que expulsa la niña junto con alguna salivilla. Finalmente la excitación le puede y empieza  a ladrar desaforadamente.
―¡Lolica!, deja al chucho y entra al cuarto de baño inmediatamente o se lo digo a tu padre.
―No te atrevas, Títa Mari o te suelto a Raúl. 
―¡Pues menuda cosa me vas a soltar! Valiente saco de pulgas. Oye, a ti ¿quién te ha enseñado a ser tan mala?
―Mis padres. No, si la culpa no la tenéis vosotras, la culpa la tienen vuestros padres con esa educación que os dan. Y porque me callo que si yo hablara.... ―la niña imita el tono entre digno y quejumbroso de la solterona. 
―No, si eso sí. Reíros de esta pobre lo hacéis muy bien. Me imitáis muy bien. Como una ya no sirve para nada.... Como una es el último mono.
―No te enfades, Tita. ¿Ha salido ya la peque del cuartito?
―Y yo qué sé. Mira tú mientras os sirvo el desayuno.

La niña mira para arriba a la vez que se oye el cornetín anunciando la explosión de uno de los barrenos que parte la montaña en busca de cal. Era como el que hacía sonar el alguacil de Alhabia cuando pretendía llamar la atención del vecindario para leer algún insípido bando del alcalde en la plaza del pueblo.
Se produce un ruido ahogado en la mañana y Raúl empieza a volverse loco de ladridos despavoridos, con la cabeza metida entre las patas y medio cuerpo dentro de la caseta que le sirve de refugio
―Mira que eres tonto Raúl. Todos los días lo mismo. Si esos pistones no asustan a nadie y tú, el perro guardián de la calera, llora de miedo. Venga, que te quito la cadena y puedes ir a esconderte a alguna cueva del monte, perro cagón.
El chucho gime sin abrir la bocota, exhala un aliento fétido y sale corriendo hacia el cobertizo que hace de cuadra de los caballos antes de que estalle el segundo y último barreno del día.

El sol levanta con ganas y asoma tras la alcazaba que corona el cerro. Va a ser otro día de calor, piensa la niña. Ya pronto se podrá bajar a la playa a enjugarse el sudor en la arena y meterse con ganas en las aguas viejas y perezosas del Mediterráneo.
Después de pasar rápidamente por el cuarto de baño, ―unos enérgicos barridos con el cepillo de dientes embarrado en perborato cuyo sabor salado gusta a la niña, dos elegantes pasadas con el cepillo de pelo por la parte delantera de la cabeza que deja en pie de guerra los remolinos y una agüilla por la cara―, Loli se viste con el seco uniforme del colegio y entra en la cocina. Chupa la cuchara sin que la vean y la introduce en el bote del Cola Cao. La saca bien llena, se la mete en la boca, separa las mandíbulas sin abrir los labios, y deja que el bolo arenoso repose sin humedecerse encima de la lengua. Cuando entra su hermana chica le sopla en el pelo. El Cola Cao que no se ha quedado pegado en la boca sale como una nube de tormenta hacia la cara de la pequeña y se esparce por el pelo y la pechera.

―Asquerosa –dice riendo y se mete un dedo en la nariz en busca de proyectiles, mientras la agresora corre hacia la puerta.
En ese momento entra la Tita y pega un golpe con la mano abierta sobre el mármol impávido de la mesa de la cocina.
―Se lo digo a vuestro padre y os vais al colegio con el culo caliente ―promete mientras se restriega la mano dolorida.
―No se dice culo, Tita, papá se va a enfadar contigo.
―Se dice saco de caca, bolsa de mierda, cagarros tiznados,―se lanza la pequeña excitada por su propia retahíla.
La Tita furibunda va hacia el pasillo y abre la puerta del despacho.
Al cabo se oye una voz.
―A ver si voy a tener que salir y alguna va a ir al colegio caliente, con el pompis como una chumbera. Y os tomáis todo el desayuno. ¿Dónde está vuestra madre?

Ahora ya no se oye nada. Sólo el pan entrando y saliendo de la leche con Cola Cao y cayendo a veces de vuelta en la taza con un chof blando. Las niñas se ríen bajito cada vez que una salpicadura decora los trapos de cocina que hacen de baberos.
―En la ventana, vendiendo la cal, papá. Ya estamos casi. Pero Nené sigue durmiendo.
―No es verdad, idiota ―se queja la mediana.
―Papá, Nené me ha llamado idiota.
Las tres acaban un desayuno a la medida de sus gustos, una mucho, otra poco y otra menos, y recogen las carteras. 
―¡¡Tita!!, nos vamos. Date prisa o no dejamos que nos lleves la cartera. Y no te asomes al patio que nos ve Raúl. 

Loli se asoma por una rendija de la puerta y ve que el chucho está ladrando al fondo de la cuadra, probablemente a Lasi, que le desprecia con toda su alma de gato.
―Venga, ahora que no nos ve.
Las tres trotan por el caminillo de tierra que baja a la calle adoquinada hace muy poco y enfilan la cuesta abajo.
―Esperadme –grita la Tita con una pesada cartera de cuero en la mano.

Raúl sale de la cuadra con cara de despiste, se para un momento, olfatea el horizonte, y al cabo de un segundo se lanza en pos de la rechoncha figura de negro. La Tita aprieta el paso  tratando de alcanzar los uniformes a cuadros que alborotan el dibujo de los adoquines y el relumbrón del sol sobre la piedra.

―Desde luego eres tonta, Tita; Raúl ya se ha dado cuenta. Ahora ya no hay manera de que no nos acompañe al colegio.
La Tita se da la vuelta y trata de encararse con el chucho.
―¡Vete de aquí! ¡Vuélvete a la casa, perro del demonio! 
Hace ademán de tirarle algo y el perro retrocede sin dejar de mirarla con picardía. Cuando la mujer se da la vuelta, Raúl trota hasta ponerse parejo a la mayor de las tres niñas, que abre la comitiva con su paso de portantillo.

2 Puerta Purchena

Bajan los cuatro dejando a la derecha el cerro de San Cristóbal y al fondo a la Tita que camina aquejada por el peso de la cartera y las carnes. Sortean unas casuchas precarias de niños legañosos que salen a hacerles burla y tirar chinas a Raúl que ni les mira, y enfilan a paso más vivo hacia la Puerta Purchena. El tráfico es escaso aunque el humo de los pocos octanos y el ruido de las explosiones desacompasadas de algún motocarro lo reviste de cierto aire amenazante. Lolica se vuelve hacia el perro y hace una serie de chasquidos con la boca.
―Vete, Raúl, fuera. Estamos hartas de ti. No nos sigas más. Vuelve a casa o te vas a enterar.
Inútil; el perro espera en la acera, deja que las niñas ganen algunos metros de ventaja y luego cruza sorteando los coches. La Tita le sigue resoplando como un delfín.

Viendo que el perro no se rinde optan por bajar la Rambla en vez del Paseo a ver si así pasan desapercibidas. La mediana mira con seriedad el Festina tamaño cadete de su comunión y comprueba que van a volver a llegar tarde. Ya casi corren, tuercen por una calle de la derecha y a poco atropellan a otras niñas vestidas con el mismo uniforme que se vuelven y las miran con malicia. Raúl farfulla unos últimos ladridos casi todos en el mismo párrafo, se da la vuelta y emprende el camino a sus dominios no sin antes levantar la pata delante de una farola y dejar constancia de su paso por las tierras bajas de la ciudad.

3 El colegio

―Son las niñas de la Fuentecica y su perro asqueroso. ¿No podéis dejar al chucho arriba en el cerro? Nos va a pegar las pulgas de las cuevas de los gitanos. 
La pequeña se vuelve y empieza a juntar en la boca un consistente salivazo. Loli la agarra de un brazo, la rodea con el suyo por encima de los hombros y pasa sin mirarlas.
―Déjalas, son las tontas del Paseo. Y además vamos a llegar tarde, la Cotufas no nos va a dejar entrar.
Cuando pasan a su lado, la pequeña, que ha hecho un esfuerzo para tragarse el lapo, le dice por lo bajo a la que parece llevar la voz cantante.
―Me cago en tu boca.
―¡Las niñas de la Fuentecica, las niñas de la Fuentecica...! ―responden las otras.

La Compañía de María, Almería
La Cotufas ―siempre aquejada de gases que libera a pequeños eructos―, está cerrando sin esfuerzo aparente las grandes cancelas que dan o niegan acceso al patio del colegio.
―Venga niñas. Siempre las últimas. Mañana no os dejo entrar a clase. Y a vosotras tampoco ―dice dirigiéndose al segundo grupo―. No os creáis que os vais a librar. Y eso que vivís aquí al lado. Os llevo a la Madre Directora y luego a barrer el patio bajo la solana. 
―Diga que sí madre. Yo ya no puedo con ellas, ―resuella la Tita, varios metros rezagada.
―Espere, espere, madre. Ya vamos. Han sido éstas que nos han parado y no nos querían dejar pasar –acusa Loli arrebatando la cartera de manos de su Tita que no ha tenido protagonismo alguno en la trifulca, invisible como siempre a pesar de los kilos. 
―Aquí no queremos chivatas. Las chivatas y las mentirosas arden en el infierno. 
Los pelos duros y canosos del bigote de la madre portera suben y bajan con las amenazas.
―Es que hemos tardado mucho en cruzar la Puerta Purchena. Había muchos coches –miente la pequeña sin parecer importarle el castigo divino.
―Mentira. Y se traen a ese perro sarnoso de las cuevas.
―¿Sarnoso? ¿Raúlito sarnoso? No es muy guapo, pero no tiene ni una pulga que yo sepa ―dice la Cotufas dulcificando un poco el gesto.

Cuando han traspasado las puertas de hierro blanco, el grupo se separa para dirigirse a sus respectivas clases, no sin que antes la pequeña se vuelva, entrecierre los ojos y prometa:
―Un día os lo voy a azuzar y os va a pegar la rabia, cipotas.
Loli se ríe, empuja la puerta del aula, saluda con un avemaríapurísima y mientras se sienta dice lo primero que se le viene a la cabeza:
―Perdone madre, pero es que la Cotufas nos ha entretenido en la puerta.
―Mañana me traes cien veces escrito “Trataré a las madres con el respeto debido”. ¿Quién dices que os ha entretenido?
―Sor Angustias.
―Y otras cien, “Mentir es un grave pecado”.
¡Jo! ―piensa―, a Raúl no le suelto mañana aunque tiren más pistones que en la Feria.

© alfonso ormaetxea 2010

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian