miércoles, 2 de marzo de 2011

Carmen, la mayor de las Sister


Carmen, la mayor de las hermanas Sister


Carmen era bajita y gordita, al contrario que su hermana, pizpireta y muy delgada. Pero con el tiempo, las tornas y las carnes se cambiaron. Carmen adelgazó de tanto caminar por las trochas de las selvas de Guatemala. Siguió siendo bajita, claro, pero si se comparaba con las diminutas indígenas, casi todas ataviadas con sus huipiles de vivísimos colores, tenía una estatura muy aparente. Así, Carmen había cumplido su metamorfosis total con ánimo de cambiar de vida, de aspecto radicalmente sin pasar por el quirófano, y también radicalmente, de actividad. De modistilla de uniformes para el ejército que trabajaba en un local mal iluminado en una calle estrecha del barrio de Universidad de Madrid, a militante de la URNG, primero en la clandestinidad y luego en la lucha civil, siempre al borde de la semiclandestinidad que imponían los paramilitares y sus matanzas al tuntún dictadas por las Patrullas de Autodefensa primero y los asesinatos selectivos después, que han acabado por convertir ese paraíso prometido de la tierra de los Cuchumatanes y los quetzales en un pudridero de maras y narcos, que ahora llaman piadosamente “estado fallido”.

El viajero conoció a Carmen camino de la Embajada de los Estados Unidos para negociar a toda prisa un visado de entrada ya que el único vuelo disponible para ir ese verano a Nicaragua pasaba sí o sí por Nueva York y Atlanta. Iba del lado de su inevitable hermana que era de esas personas que tenía siempre una sonrisa en la cara, uno no sabía si porque era así de alegre y soñadora o porque sus rasgos le imponían el rictus. Con el tiempo comprobó que se reía hasta cuando rompía a llorar, afirmándole la segunda parte de su teoría. Sin embargo, Carmen, cuando sonreía, achinaba la vista lo que acentuaba su gesto de pícara. El viajero lo recuerda perfectamente de un baile en la ciudad de León, casi al borde del Pacífico. Carmen era la que más triunfaba, la que más educadísimas peticiones de baile recibía del tropel de muchachos, -“compas” y no tanto-, que no paraban de rondarla y hacerla bailar. Carmen volvía hacia el lugar donde el viajero le custodiaba los roncitos y los bolsos y decía “Ves, les gustan las gorditas”. Y ponía esos ojos pícaros, casi un par de rayas, sobre una sonrisa toda, toda, de pura y merecidísima satisfacción.

En la brigada, las hermanas Sister se habían quedado adecentando un instituto de enseñanza media en una ciudad pequeña, casi un pueblo grande de Nicaragua, mientras que los más revolucionados se habían marchado al puro campo ─sin agua, ni luz, y lo que era peor, sin cerveza─ a levantar una escuela. Lógicamente, su elección rebajaba la valoración de las hermanas en capacidad luchadora y de sacrificio por una Revolución que iba a acabar devorando a sus hijos, sobrinos y hasta primos de segundo grado. Y si nos los devoró del todo, les quitó sus buenos trozos de carne, sobre todo cercenando la parte del cerebro donde residen las emociones. Es como esas canciones de Fito que dicen que si no las bailas es que no tienes corazón. El viajero, claro, ni siquiera bailaba esas, acodado en las barras cuando las había, utílismo para guardar bolsos e impedimenta, un ser tan preciado como esa amiga solterona a su pesar, buena conductora y abstemia que invitaban todos a las juergas de fin de semana.


Carmen y su hermana volvieron a sus trabajos en Madrid, pero la mayor ya inoculada por el veneno de los bailes del trópico, del roncito tibio, de las manos morenas ciñéndola el talle, de un futuro al alcance de la mano, lejos de uniformes cutres de sargentos chusqueros.
Duró poco en Madrid, apenas un año, hasta que conoció a un joven guatemalteco al que no le costó mucho convencerla de que se fuera con él al agujero inmundo de la ciudad de Guatemala a compartir riesgo y lecho a partes iguales. Y se fue sin decir nada a sus amigos de siempre y a sus ex compañeros de brigada, algunos pastoreando las huestes del movimiento anti Otan, otros de vuelta de casi todo incluido de sí mismos, los menos enganchados a drogas políticas más duras en el Norte, en qué norte no importa.

A su “compa” como le llamaba dulcemente, le desaparecieron una tarde. La URNG en la que todavía militaba orgullosamente Rigo antes de convertirse en un juguete roto de los Premios Nobel y acabar penando por las esquinas su vientre yermo, ─algo que para una mujer maya es más que una maldición bíblica─, estaba pugnando por buscarse un sitio en el espacio político legal después del cese al fuego de la guerrilla cocido al calor de sus hermanos salvadoreños, y los paramilitares y los militares a secas no iban a permitir que la cosa saliera de balde. Había que aplicar una buena dosis de terror preventivo y desaparecer algunos miles más de indígenas, ladinos y criollos o blancos, ya fueran monjas gringas, peladitos de las aldeas en resistencia, o modistillas metomentodo si se ponían a tiro.

Carmen pasó su calvario particular paseando por todas las morgues de la capital y de los pueblos de los alrededores. Nunca encontró el cadáver o lo que quedara de él. Quizá lo hubieran tirado en alguno de los gigantescos vertederos que se levantaban contra el cielo pugnando con los volcanes que pespunteaban el skyline del valle. Al cabo de algunos meses de angustia, y ante el ominoso destino que le esperaría si se quedaba en ese lugar que no existe como diría Ives Montand en El Salario del Miedo, optó por enmontañarse. Así pasó algunos años caminando descalza por las trochas de montaña, metiendo el pie desnudo en los abismos del barro de la selva, esquivando controles en las zonas menos rurales, tiñéndose la cara para hacerla más oscura, y vistiendo con coquetería los huipiles de colores imposibles que ayudaba a rematar con su destreza de modista.
Al cabo de esos años tuvo que regresar a Madrid. Estaba seriamente enferma, afectada por una enfermedad tropical que en la diminuta sección de medicina escasamente tropical de un hospital madrileño no eran capaces de identificar, pero que le dijeron que probablemente se debía a haber andado descalza entre esos barros y humedades perpetuas.

Tardó en recuperarse antes de volverse a Guatemala. La última vez que la vio el viajero fue precisamente tras un acto de Rigoberta Menchú, disfrazada como siempre de sí misma, pero más institucional y más triste, tomando unas cañas en un bar cercano. Allí coincidieron con una concejala de Izquierda Unida de rostro caballuno que charlaba con su acompañante sobre sus intenciones de pasarse al PSOE. “Es que a una le queda poco tiempo ya en esto y hay que tocar poder…”
Carmen volvió a achinar los ojos y reírse quedito, su hermana pequeña resopló sin perder la eterna sonrisa y el viajero pudo meter un mecagoendios entre sorbo y sorbo.
Salieron del bar, se besaron, la pequeña cogió a su hijo en brazos y el calor que aún reverberaba sobre el asfalto en ese mes de julio les cubrió con una finísima nube.
“Echo de menos la humedad”, dijo Carmen. “Y a los compas…”

©alfonso ormaetxea marzo 2011

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian