domingo, 26 de abril de 2009

Mikel

... Pasaron un montón de colegiales en uniforme rojo, pelo repeinado con mucha agua, carteras con dibujos de Disney hechas de pura fayuca al otro lado del Pacífico, calcetines repasados con mil hilos colgando bajo los pantalones cortos y las faldas largas, con esas sonrisas desmadejadas y francas que tienen los niños al levantarse de la cama arrastrando todavía alguna legaña mal lavada. Raúl se acordó de Mikel, el guipuzkoano rubio de nariz tuerce esquinas, que de profesor de ikastola pasó a recorrer el mundo durante diez años para saciar su glotonería de curiosidad, un vicio que le había hecho seguir durante cinco horas a un gordo de esos mórbidos de Nueva York, para registrar sus hábitos y atisbar sus sentimientos.

Al final de sus viajes Mikel se encontró una brasileña de cuerpo imposible para un adicto al patxaran casero, veinte años más joven que él, que le alegró las noches y le amargó los días, algunos años en un rincón inhóspito de Brasil y más tarde en todas las tabernas canallas de Donosti.

Mikel siempre decía -recordaba Raúl con los ojos medio cerrados por la luz y la resaca-, que el paisaje más maravilloso del mundo no eran los bancales de arroz de Bali, ni el templo de Borobudur al amanecer mecido por el contoneo tibio de las palmeras, ni el Perito Moreno al desgajarse una mole de hielo tan azul que hace daño, ni el sadhu desnudo en la ribera del Ganges untándose una ceniza que huele a muerto. Ni siquiera la luna llena iluminando la Pirámide del Jaguar. Tampoco aquella noche estrellada en el desierto del Thar mientras sumergía la mano en la arena helada de las dunas, apurando una Kingfisher casi de litro a la vez que aspiraba el aire sequísimo y escuchaba una orquestina rajastaní de aromas sufíes.

Lo que Mikel siempre decía en las radios donde le invitaban a contar sus viajes era que el paisaje más hermoso de la tierra lo constituía los niños del Tercer Mundo vestidos de uniforme colegial, yendo a la escuela con el pelo todavía húmedo, antes de que el calor y el diesel reventaran la mañana.

Raúl guardaba una última imagen de Mikel en una estación de tren en un pueblo de la provincia de Barcelona, saludando con una sonrisa enorme a un grupo de africanos musulmanes con un salam malekum, para añadir a continuación con un codazo: “Que se note que somos de Bilbao”.

minke

sábado, 25 de abril de 2009

Estampas devotas de la India

 1. Por el camino de la ortodoxia
Es mediodía camino de Mandawa, en el norte del estado del Rajastán. No hace calor porque es febrero, y las primeras mañanas del invierno en el vestíbulo del desierto del Thar, ese pozo de olvido, no arrojan más que los cantos de los pájaros y unos míseros doce grados envueltos en polvo, niebla y arena. Desde el coche no se alcanza a ver más que la cinta de asfalto, algunas vacas somnolientas y camiones feroces cargados con las mercancías más insólitas. Si se fuerza la vista, se puede distinguir a sus conductores, los camioneros con la mirada más vacía del hemisferio.


Aparece una silla de ruedas con pedales en el manillar y toda pintada de blanco. Hay una mujer enorme sentada que se va perfilando sobre el horizonte. Antes de llegar hasta nuestro vehículo desciende sin apenas aspavientos, se levanta sus muchos refajos y orina lentamente contra los calaminos de la cuneta. Al cabo de unos minutos, los vehículos se multiplican tirados, empujados o seguidos por pequeños grupos de individuos, siempre vestidos de blanco. Ahora se puede observar que llevan una tira de gasa gris cubriéndoles la boca. Alguno barre con devoción el suelo con una escoba corta que le obliga a agacharse.
-Son jainistas. No quieren comer sin darse cuenta algún mosquito y quebrantar su estricto voto vegetariano. Barren para tampoco pisar hormigas o animales rastreros –chapurrea en un inglés de piedra nuestro chófer hindú-. Si entrara una cobra en su casa no podrían matarla.
-¿Se irían de casa? -pregunto.
-No, contratarían a un dalit, un intocable para que hiciera ese trabajo impuro.
El templo jainista de Jaisalmer abre a las diez en punto de la mañana. Algunos turistas entramos descalzos. La luz se filtra a través de las bellísimas columnas. El sacerdote con la gasa en los labios se brinda a explicarnos la iconografía. Tiende una vela y con la mano invita a visitar las estatuas de ojos vidriosos de los profetas. Luego pide una contribución y protesta a través de la gasa ante la cicatería de la limosna.


2. Un músico callejero

Antes de que rompa la mañana hay un hindú tocando un viejo instrumento rajastaní en la puerta del palacio de Lalgarth de Bikaner. Aún no ha abierto el museo con el que compartimos pasillo y no ha llegado el viejo guardia de seguridad armado de un largo bastón de bambú con alma de acero, que nos saluda con gestos antes de bajar a desayunar. Pregunto el nombre del instrumento y el camarero me dice que se trata de un bhapang, un instrumento de cuerda que suele utilizarse para tocar baladas épico religiosas y sobre todo, devocionales.
El músico acude todas las mañanas al hotel para despedir a los viajeros y desearles con sus melodías buenos augurios.
Salgo al jardín, contemplo el vagón de tren que utilizaba el sultán en sus viajes, ahora varado en el césped, y el músico hace más rápida la rapsodia, que suena rasgando la mañana. Le saludamos con una breve reverencia, le doy algunas monedas y nos desea muchos hijos y mucha suerte en nuestros viajes.



3. De ratones y hombres
El sol de invierno templa el mármol de Karni Mata, en Deshnok. Hay que quitarse los zapatos y entrar descalzos al templo de puertas de plata teniendo cuidado de no pisar ninguna de las miles de ratas que viven indolentes entre la sincera adoración de los fieles. Varias decenas beben ordenadamente de un gran cuenco de leche. Un animalito, un kaba, corretea sin asomo de pena o vergüenza sobre mis pies desnudos. El sacerdote me indica que no haga más fotos ni me acerque a la abertura de la que salen más ratas a masticar pensativas las bolas de comida que mansamente se les ofrece. La tradición habla de un dios, encarnación de Durga, que pidió a Yama, dios de la muerte, que devolviera la vida al hijo de un cuentista. Al negarse, Karni Mata reencarnó a todos los cuentistas muertos en ratas, privando a Yama de almas humanas.

A la salida unos niños bromean con las mujeres extranjeras que no se han atrevido a entrar. Les hacen gestos de que las kabas, las pequeñas ratas peludas y grises, les están trepando por las perneras de los pantalones y las mujeres ríen un poco espantadas mientras se palpan. Las jóvenes indias de los alrededores reprenden con dulzura a los muchachos.


4. La romana de la ciudad sagrada
Seis de la tarde en los ghat de Vanarasi. Multitud de peregrinos desfilan hacia el Ganges, en vísperas de un festival especial en honor de Shiva, el destructor, el reproductor, cuyo linga, su enorme falo, aparece en forma de piedra negra en muchos de sus templos. Los peregrinos llegados desde todo el subcontinente indio a una de las ciudades sagradas de la humanidad reciben la bendición de un sadhu, un hombre santo completamente desnudo ungido, como el dios, en ceniza. Unos europeos se visten con calma tras bañarse en el río junto a un colector que vierte sin disimulo sus aguas negras al Ganges, que nace de la cabellera de Shiva.

Por las callejuelas que desembocan en el ghat destinado a las cremaciones bajan pequeñas comitivas en silencio. Llevan en angarillas los cuerpos amortajados que huelen desmayadamente a cadáver. Al llegar a la escalinata se detiene ante una romana pintada del mismo azul de la cara de Shiva. Se pesa y se paga la leña, unas 4000 rupias, que garantiza el fin de la rueda de la reencarnación. Algunos perros luchan entre ellos por los huesos que se desprenden de las piras exangües.

Antes de que caiga la noche los brahmanes empezarán la ceremonia vespertina en honor del dios de la ciudad sagrada a golpe de himno, campana e incienso. Los mosquitos revolotean aburridos y las aguas bajan mansas hacia la Bengala Oriental.

5. Un epitafio de piedra

Periyar es el título que se le da a una persona de respeto en el sur de la India, sobre todo dentro de la comunidad tamil. Pero por antonomasia designa a E. V. Ramaswami, el hijo de un comerciante que luchó con todas sus fuerzas contra el sistema de castas de la India, contra las bodas concertadas, contra los brahmanes y, ateo encallecido, contra todas las religiones, la hindú en particular.

Siempre vestía de negro y reivindicaba la lengua dravidiana o tamil, a la que hizo notables contribuciones. Consiguió crear un poderoso partido político, el Dravidar Kazagan o Movimiento Dravididano de la Dignidad Personal, con el que se opuso al expansionismo pan indio del Partido del Congreso.
Cuando murió hizo que se escribiera en la lápida que preside su tumba:

Dios no existe, Dios no existe, Dios no existe.
Tres veces.

alfonso. Febrero 2007

miércoles, 1 de abril de 2009

Las ballenas mexicanas bailan boleros de amor

Después de atravesar por Tijuana la frontera más transitada del mundo (50 millones de pases al año) y bajar casi 800 kilómetros hasta la bahía Ojo de Liebre en Guerrero Negro, el viajero contempla un espectáculo prodigioso. Dos mil ballenas –incluidos 900 ballenatos recién nacidos-, apareándose, bailando, saltando y mirando con ojos magnéticos a los escasos viajeros que cabalgan en panga las aguas saladas y poco profundas de la mayor salina del mundo.

Tras dormir en Tijuana y recordar su época de mayor esplendor entre la Prohibición y la Gran Depresión rememorando los pasos del detective gordo y sin nombre de Dashiel Hammett, el viajero empieza su largo descenso. Si el tiempo le apremia pasará de puntillas por las bodegas vinateras de los valles pegados a la ciudad de Ensenada. Pasará también rápidamente por una ciudad volcada en atender a los somnolientos pasajeros de los grandes cruceros estadounidenses que tienen que tocar un puerto internacional para conseguir una licencia de casino. Visitará a paso de marcha la Bufadora, un chorro de agua del Pacífico que penetra en una cueva y que por el efecto sifón alcanza los veinte metros de altura.
Y lo que al viajero se le antojaba una larga lengua de tierra, de tedio y desierto, empieza a abrumarle y agitarle el alma con un paisaje de tierras insultantemente jóvenes, de sierras, volcanes y lava. Con unos parajes llenos de vida al pie mismo de la carretera: buitres indecisos, graves zopilotes, colibríes estresados, víboras amnésicas, y un mar de plantas cactáceas: cardones, cirios, toretes, palo verde, barriletes... que dibujan el jardín de algún artesano japonés inspirado en una película de Takeshi Kitano.

El viajero cruza el paralelo 28 que separa los estados de Baja California y de Baja California Sur, famoso por su resort de Los Cabos –el tan previsible cul de sac de la península-, y contempla un punto escéptico el monumento El Águila de Acero de cierto aire marcial. Tras opinar lo mismo que de la música militar opta por bajar a hacer noche hasta el pueblecito de San Ignacio, un oasis de palmeras datileras traídas por los españoles que parece trasplantado directamente desde algún lugar del Sahel. La misión jesuita de San Ignacio Kadakaamán, fundada en 1728, es lo único que contradice la vocación sahariana del poblado.

Desde allí subirá a la sierra de San Francisco, a casi 2000 metros de altura ganados a uña de todoterreno por una pista de terracería . Dentro de la gran Reserva de la Biosfera del Desierto de Vizcaíno alberga una de las vistas del desierto más hermosas que compensará con sus cañones y quebradas a aquel que no pueda visitar las Barrancas del Cobre, a unos mil kilómetros a vuelo de pájaro, ya en el continente, en el vecino estado de Sinaloa. Próximo a un albergue que se construye con la colaboración de la Agencia Española de Cooperación se encuentra una gran oquedad que sirvió de abrigo tranquilo al artista rupestre de fecha aún desconocida que se atrevió a plasmar sus sueños afiebrados de chamanes y jaguares.


Vuelve tras sus pasos y recorre de vuelta los 140 kilómetros que le separan nuevamente del poblado de Guerrero Negro, apenas una calle con edificios a ambos lados, levantados para albergar y proporcionar servicios a los trabajadores de la mayor salina del hemisferio. Se trata del primer productor de sal industrial del mundo, un complejo de maridaje modélico entre industria y medio ambiente, regentado por la japonesa Mitsubishi y el gobierno mexicano que acoge con orgullosa dedicación a la colonia de aves migrantes procedentes del norte: Rusia, Canadá, Estados Unidos. Muy en especial al águila pescadora, antes en peligro de extinción y que hoy cría despreocupadamente sus polluelos sobre los postes numerados levantados al efecto, dentro de un proyecto especial de protección de esas aplicadas pescadoras.

El atardecer de principios de marzo resbala sobre las ruinas industriales del antiguo pantalán de embarque de sal y del faro, hoy en desuso, y el paseo entre cantos de pájaros de toda especie, no hace olvidar el verdadero propósito del viaje. Así, los prismáticos se vuelven subrepticiamente hacia el horizonte de la bahía en busca de aletas descomunales o delfines juguetones.

Al día siguiente muy temprano se emprende la excursión perfectamente organizada y monitorizada por el organismo federal mexicano de protección de la fauna y el medio ambiente que se encarga de cuidar el Parque Natural de la Ballena Gris. México fue el primer país del mundo en declarar zonas protegidas para las ballenas y en elaborar una ley de rango federal para la protección integral de los cetáceos.

Éstos han recorrido unos diez mil kilómetros desde Alaska huyendo de sus depredadores, sobre todo orcas y tiburones o algún japonés o noruego poco dado a moratorias. Desde tiempos inmemoriales bajan en busca de las aguas poco profundas y fuertemente salinizadas de la bahía, para aparearse allí en una danza de espuma, y parir a sus ballenatos en las aguas calmas. La enorme bahía les brinda refugio seguro para la reproducción, para sus danzas de amor, sostenida la hembra por un macho que la mantiene a flote mientras otro la cubre. Les proporciona un territorio propicio donde ejecutar sus cabriolas apoyando sus cuarenta toneladas sobre la cola para asomarse a echar un vistazo en derredor; para saltar alegremente levantado nubes de agua y para practicar el body surfing sacando una aleta dorsal y mantener la otra sumergida a modo de orza.

Allí el viajero emocionado y trasmutado de nuevo en niño puede oler el fétido aliento del ballenato al echar su chorro en forma de corazón, tocar alborozado la cabezota de madre e hijo mientras la llama a voces -¡Ven bonita, ven bonita!- desde la amura de la pequeña lancha, perder la cámara al asomarse demasiado, caer contra el banco al balancear la embarcación, empapar los dos mangas del impermeable hasta el hombro del agua salobre de la bahía, chistar a lo lejos sin dejar ni un instante la mirada embobada y la sonrisa perruna y agotar los carretes –y ahora los megas-, sin conseguir ninguna foto que luego haya reflejado la emoción ilimitada que ha sentido cuando la madre ha empujado suavemente la barca con su lomo y ha animado al ballenato a subir a la superficie para que le acaricien la espalda gigantesca.

Ya luego de vuelta en el hotel, aún con los ojos brillantes y emocionalmente ahíto, recuerda el ojo enorme de la madre mirándole y rememora las explicaciones del timonel:
-Se debe sin duda a las vibraciones del motor, los colores brillantes, la masa de la panga... a una mezcla de todos esos factores.
Y sacude la cabeza.
-Ni modo, hombre, -se dice chapurreando ya algo de mexicano básico-. El viajero cree haberse visto reflejado en ese ojo y ya nunca olvidará su imagen en la pupila inteligente y orgullosa de la madre mientras nos muestra y acerca su cría.
Marzo de 2004

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian