jueves, 1 de marzo de 2018

Sodoma y Gozorra

El padre Bringas en casa Mañeru

¿Era mi pasión por la señora Gray, en sus comienzos, en cualquier caso, algo más que una intensificación de la convicción que todos teníamos a esa edad que las familias de nuestros amigos eran mucho más simpáticas, amables e interesantes ─en una palabra, más deseables─ que la nuestra?
John Banville, Antigua luz

Mi compañero de pupitre no se llamaba Kike, sino Jesús. Como su padre y como el mío, pero por pura cursilería quería que le llamáramos Kike, con dos kas. Teníamos 15 años, éramos inseparables, nos colábamos juntos en el cine para mayores de 18 años, nos bebíamos la vida a gollete en esa época en que todo giraba tan deprisa y llorábamos juntos de ganas por estar con una mujer. Pero no menos importante era que me prestaba a su familia y que así pasaba la mayoría de los fines de semana ingleses, recién estrenados en el colegio, en su casa, con su madre y sus hermanas, Rosa, María y Ana. 

Las muchachas eran una especie alienígena, mujeres jóvenes, algo de lo que mi familia carecía, y su madre era amable, cariñosa, deliciosamente despistada y progresista a su manera en aquellos años de plomo. Era como un refugio de montaña en plena nevisca y ahora, cincuenta años más tarde, entiendo que a la mía se la llevaran los demonios y que me exigiera una noche que salieran juntas las dos parejas, los padres de mi amigo y los míos, algo que a mí me proporcionó un nudo en la garganta cuando se lo trasmití a los padres de Kike, que aceptaron porque no podían hacer otra cosa.

La madre de Kike, -nunca la llamé por su nombre-, trabucaba todos los nombres, fumaba 1-X-2 y decía “Idme a comprar el Un-Dos-Tres, chicos”, o un día que nos encontró escuchando al grupo America cantar peligrosamente A Horse with no Name, fumando tabaco y apurando unos tragos de jerez de cocinar de su mueble bar, nos preguntó si creíamos que estábamos en Sodoma y Gozorra. Nos hubiera gustado, pero carecíamos entonces de hierba, de acceso a muchachas de nuestra edad o mejor un poco mayores y a una educación sentimental atemporalada en la niebla de nuestra adolescencia.

Yo eché mano de Rosa, la pequeña de las tres hermanas de mi amigo, en su primer año de carrera, que nos hablaba de los grises y nos contaba el chiste de la diferencia entre el policía y su caballo, mientras su novio, un progre de trenka y barba que fumaba Ducados, rasgueaba la guitarra, Gallo Rojo, Gallo Negro y otras mandangas por el estilo. Me importaba un bledo su novio, ni siquiera lo miraba, yo solo quería tener alguien a quien querer y si entonces los tatuajes no hubieran sido un emblema basto de marineros holandeses y presos bordes de Carabanchel, me hubiera tatuado su nombre en el antebrazo, bajo el ancla que, imaginaba, iba a alumbrar permanentemente mi vida de adolescente errante y casi siempre en tierra.

Se lo dije a Kike y casi se muere de risa. Tuve que amenazarle con partirle la cara, yo era dos cuartas más alto aunque del mismo peso, si se atrevía a decirlo en familia, a su hermana, y por supuesto a su madre. Aunque años más tarde entendí algunas miradas levemente sardónicas de Rosa y mucho más tiernas de la madre que me destinaban en alguna comida compartida cuando conseguía quedarme a comer en su casa, algo que mi madre aborrecía pero que no sabía cómo impedir.

En el cuarto de Kike, que compartía con una hermano algo crápula, Pepe, que tenía un 600 preparado como decíamos entonces y una novia espectacular además de simpática, entraba a veces la madre y nos hablaba de lo que se le venía a la cabeza antes de rogarnos que bajáramos a por tabaco y compráramos de paso en el bar cercano unas patatas bravas excepcionales de las que nos habíamos hecho adictos. 

Bajábamos una fuentecilla de vidrio, comprábamos en la máquina el 1-X-2, echábamos unos flipper, un duro dos partidas, y volvíamos para verla fumar esos cigarrillos letales con voluptuosidad y elegancia como las actrices de Hollywood. En una de aquellas tardes nos comentó que esa semana ponían en la tele Crimen Perfecto, una de sus películas preferidas, de Hitchcok, con una Grace Kelly a la que se parecía veinte años más tarde y con seis hijos paridos. 

─ No podré verla, mi madre no me deja ver películas de dos rombos.
─ Pero si es de lo más ingenua. No creo que la califiquen de mayores, ¡Qué tontería!
─ Hasta que cumplí los catorce ni siquiera podía ver las de un rombo.
─ Pero, hombre si las de un rombo son casi para los dibujos animados, ─dijo soltando el humo que le trepaba hasta los rizos─. Ya sé lo que haremos. Llamo a tu madre y le digo que te quedas a dormir en casa, que tenéis un trabajo que terminar. De religión, así seguro que no me pone pegas. La película os va a encantar. Recuerdo la escena de Grace Kelly volviendo a casa, a punto de ser ejecutada y cómo miraba a los ojos a su marido que era…
─ ¡Mamá! No nos la revientes ─cortó Kike mirándola con una intensidad de la que todavía hoy me confieso celoso.

Reconozco que a veces se jactaba  de sus hermanas, de su madre, del crápula de Pepe, de su padre, ingeniero aeronáutico de Iberia que ya entonces llevaba barba, y a mí no me quedaba de otra que agachar la mirada sin tener casi nada de lo que alardear. Apenas un hermano estudiante de piloto, que me pelaba poco por la diferencia de edad, once años, es decir, que no me hacía mucho caso, como más tarde aprendí que decían en México, y la pasión de mi madre por los animales, un loro, dos monos, dos gatas, y un perro gordo, tonto, mestizo y cariñoso hasta la náusea.

Todavía hoy siento un regomello en el estómago cuando veo a Grace mirar a su marido con ojos incrédulos, tras entrar en el apartamento con el policía con cara de bueno, horas antes de su ejecución.

La madre de Kike se avino sin problemas a prestarnos su casa para nuestras reuniones con el cura colega del colegio, Jesús Bringas, ex futbolista del Real Madrid, guitarrero, moderno, bastante buen cantante aunque con boqueras y  halitosis, que había transformado su aula de religión de quinto de bachillerato en un “laboratorio para la educación en la fe”, con proyector de filminas, biblioteca, pizarra adhesiva blanca y otros artilugios que ponían a prueba precisamente la fe de unos muchachos que estaban deseando abandonarla, aunque fuera momentáneamente, para ceder a las tentaciones de la carne y las revistas porno, cotizadísimas en aquel entonces.

Ya despuntábamos algunos que nos reclamábamos agnóstico o ateos, sin distinguir muy bien entre una cosa y otra. Todo colegio que se preciara, -y El Pilar se preciaba entonces, con curas incrustados en el Pozo del Tío Raimundo y marianistas que defendían la carrera espacial soviética frente a la yanqui-, contaba con algunos de aquellos curas colegas, que nos atraían a la vez que nos repelían. No eran como el padre Agapito, subdirector de mayores, que nos metía caramelos en los bolsillos para tocarnos el miembro y del que todo nos reíamos gritando “Culo contra la pared que viene el Padre Agaputo”. Otros tiempos, menos blandengues y más divertidos que los de ahora.

Aquellos eran colegas, sudaban en misa, cantaban himnos con voz de barítono, y a veces tocaban la guitarra en la propia misa, “Como el ciervo que a la fuente…” y otros himnos;  jugaban bien al fútbol quizá también al tenis, se acercaban demasiado cuando nos hablaban mientras se sacudían la caspa del traje gris arratonado y montaban charlas extravagantes en esas aulas creadas como laboratorios. Ni siquiera le respetaban sus iguales, el padre Antonio, por ejemplo, cura y no marianista, vasco, nacionalista, defensor de los encausados en el proceso de Burgos, que me enseñaba pesetas de la República, de enormes orejas y nariz prodigiosa que sin embargo, no jugaba nada bien al frontón, pero me sonreía cómplice cuando se enteró que alguien había puesto Gora ETA en la pizarra. Nunca le confesé que había sido yo y lo había hecho entre otras cosas por agradarle.

El padre Bringas se avino con placer a reunirse con nosotros en casa de Kike los viernes por la tarde, porque le ofrecimos como gancho nuestras dudas de fe, una merienda de la que picoteaba con ganas reprimidas y una madre que de vez en cuando entraba a plantear alguna duda, esta vez sí, sincera. Del grupo, Kike, Galiana, Malo, Córdoba –solo los íntimos nos llamábamos por el nombre de pila-, únicamente yo me reconocía descreído del todo. ¡Cómo no iba a serlo si mis padres eran unos auténticos cenizos, él productor de Molokai y más tarde editor de una colección de fascículos que buceaban con morbosidad sobre la Pasión y Muerte de Cristo, y ella franquista por mucho que una amiga francesa que trabajaba en su embajada le hubiera descubierto el Segundo Sexo de la Beauvoir.

Mi madre empezó desde entonces a reivindicarse feminista, a mirar a mi padre con algo de supremacismo de género, aunque afirmaba que era una ideología para gente bien formada, con criterio y responsabilidad, de las que  sostenían el Régimen, aunque acudiera a las charlas casposas de los Satrústegui en las reuniones de Politeia, más que por otra cosa, por lucir palmito con la aristocracia.

El cura tiraba de sus mejores recursos dialécticos, con un cleriman impoluto y un alzacuellos tirante, y nos hablaba de lo que creía más importante, la luz de la revelación. Nosotros aguantábamos la charla con alguno del grupo sinceramente atraído a pesar del sopor que nos producía la semana de clases pero con Kike y yo bailándonos en la mirada una sonrisa, mi amigo  devorando los croissant de Mallorca a puñados y yo esperando a ver si Rosa se dejaba ver por el pasillo sin el pesado del progre de su novio, cantante como el cura,  que además parecía recién egresado de la facultad de Fenomenología del Espíritu en, pongamos, la universidad de Lovaina.

Al cura Bringas le perdimos del todo el respeto un día que se quedó mirando a Rosa con cara de perro hambriento. Yo me puse furioso pero Kike prefirió que le hiciéramos unas coplas que luego se hicieron famosas en su Laboratorio de Educación en la Fe:

Show de Bringas va a empezar,
vamos todo a follar,
un polvo más no importará.
¿Existe Dios?
No,
¿Existe Dios?
No,
¿Existe Dios?
No, No, Nooooo
La luz de la revelación nos importa un cojón
Viva la masturbación.

Sacamos quinto por los pelos y en septiembre. Pasamos juntos parte del verano en El Escorial y luego yo en Dublín para aprender inglés y estudiar química, una asignatura antipática donde solo me interesaba la lección que hablaba de Madame Curie, y que aprobé en tercera convocatoria por cansancio. El profesor de la asignatura era mi entrenador de baloncesto y me había nombrado capitán del equipo. Yo creí que tenía la química aprobada por decreto y el pobre hombre tuvo que operarse de una de esas cosas que no se nombran y pusieron a un sustituto.

Me cambié de colegio por recomendación del claustro que no quería echarme directamente con tal de respetar la tradición y el abolengo familiar, y eso agostó nuestra amistad y mi relación con la madre de Kike, a la que me encontré muchos años más tarde al otro lado del mostrador de una caseta de la Feria del Libro de Madrid.

Aún tenía pocos años, no me pesaban los recuerdos en el corazón y consideraba que no había mayor emoción que no sentir ninguna, pero escondí como pude mi turbación de eterno adolescente, le pregunté por Kike pero no por Rosa, y recordé con ella antes de que llegara su marido al cercano y pringoso chiringuito que lucía el cartel de La Guerra de las Tortillas, la escena de Grace Kelly en Crimen Perfecto, la película que desde entonces siempre me cosquillea la nuca, sentado una noche a la mesa de los Mañeru, mirando a Rosa por el rabillo del ojo.

© alfonso, marzo de 2018

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian