sábado, 2 de enero de 2016

Molokai, de película franquista a isla paradisíaca

Película franquista isla hawaiana


La antigua leprosería resort de baja intensidad 

Hace más de cincuenta años que el franquismo derramó todo tipo de dádivas, dineros y parabienes de la época en una película que ejemplificaba la vertiente nacional católica del Régimen y que ya entonces hacía reír en sus escenas más "dramáticas" a todos aquellos que no comulgaban brazo en alto.

Hoy, la isla es protagonista en el New York Times Travel y se ha convertido en un paraíso tropical en medio del Pacífico, en el pequeño archipiélago de Hawai, donde no queda ni un solo leproso en su lazareto, hoy Parque Nacional Histórico, y atrae a pocos pero entregados viajeros.

Ya en aquel entonces los prohombres del cine de la dictadura trapicheaban con las subvenciones del Sindicato Nacional del Espectáculo, comprándose a si mismos cientos de entradas para que las "ayudas" no dejaran de afluir mientras estuviera en pantalla en la Gran Vía madrileña, y los pobres acomodadores tuvieran que contener las carcajadas viendo las escenas finales de la película, que hacían llorar al arzobispo Morcillo, entonces prelado madrileño, y a los niños discapacitados por la polio a los que llevaban a ver la cinta, por si acaso el Padre Damián obraba otro de sus milagros, a través esta vez de Javier Escribá,  el patético galán de la posguerra.

La película del Nacional Catolicismo
De Carmen Polo, que asistió al estreno, se dice que se pegó sus buenas cabezadas, pensando quizá en Raphael, ayer su artista favorito, hoy personaje ineludible de las galas de la funérea y "eterna" televisión navideña.

La película Molokai, la isla maldita, contaba la vida del Padre Damián, un belga metido a cura misionero, que acaba en el lazareto de Molokai, atestado de leprosos y finalmente de beatos por mor del cura del país del chocolate. Fue rodada en Alicante y la bahía de Altea y sus productores descubrieron en aquella ocasión la espléndida bahía del pueblecito de pescadores y se dispusieron a llenarla de bloques y torres de apartamentos, que ya entonces podrían haber abochornado al mismísimo Calatrava y sus mecenas valencianos, Rita, el Bigotes y Francisco Camps.

Recibió cuantiosas ayudas, subvenciones y premios gubernamentales y de la iglesia, pero en el Festival de San Sebastián fue mofa y befa de la mayor parte del jurado y asistentes, tal y como me contó años más tarde Luis Gasca, que llegó a presidir el festival y más tarde abriría a expertos y académicos un excelente museo en la ciudad dedicado al cómic y el cine procedente de su colección privada, la colección Gasca Bilduma.
Molokai es una isla volcánica de apenas 400 kilómetros cuadrados y 7000 habitantes, conocida como la "Hawai auténtica", a unas pocas millas al sur de Honolulú, 15 minutos de vuelo; sólo tiene un hotel y carece de playas espectaculares o atracciones o restaurantes con estrellas, aunque los atardeceres de la playa más occidental merezcan un Oscar.

El antiguo lazareto, Kalaupapa, es ahora Parque Histórico Nacional, donde aún viven algunos supervivientes de una enfermedad que terminó con los antibióticos y no con los rezos y exorcismos de los retorcidos curas católicos, y a cinco minutos de paseo, bien en mula, bien a pie, se levantan unos imponentes acantilados  de más de 600 metros sobre un océano bravo del nombre más mentiroso.

El resto de la isla carece de turistas, surfistas, misioneros y detectives de serie de televisión cinco punto cero. No hay que pensar en ella como el típico resort tropical, pero el sonido del Oukelele al atardecer, los paseos en mula y el melancólico cimbrear de las palmeras cuando levanta el sol, le prestan un especial encanto.

Respecto a la película franquista, seguramente pronto recibirá un homenaje en forma de secuela o precuela, probablemente de la mano de Alex de la Iglesia y no se descarta que el propio Raphael haga de Padre Damián. 

La historia cuando se repite lo hace como farsa, ya lo dijo Marx. Aunque de las dos películas la única que seguiría siendo graciosa sería la antigua. El director entrado en carnes y el melifluo cantante hoy sólo mueven a escarnio.

P.D. El padre del que esto firma fue productor de la película.

Nunca podemos volver al mismo sitio. Incluso en el caso de que ese lugar no se haya vuelto irreconocible –cosa cada vez más difícil-, el paso del tiempo nos ha hecho irreconocibles a nosotros.

Eduardo Jordá, Lugares que no cambian