Tras casi cinco horas en un autobús con las ventanillas abiertas, una vomitona por una de esas ventanillas, sostenido habilidosamente por la Seño que apartaba el flequillo al mismo tiempo que el cuerpecillo del niño, con paradas interminables en que subían pasajeros con cestas tapadas con grandes servilletas a cuadros y alguna gallina trincada por las patas, Martín llegó a un pueblo a apenas 80 kilómetros de su casa y de nombre siniestro, Cadalso, algo atemperado por su segundo apellido, “de los Vidrios”.
Durante la guerra había hecho honor a su nombre patibulario ventilando a tiros rencillas y luchas por las tierras de los alrededores, todas en manos de los caciques y sus patrones, casi siempre viñas anudadas a sí mismas que daban entonces un vino algo dulzón, embocado le decían, basto y grueso, como el palacio anejo de Álvaro de Luna, orgullo de sus habitantes. El final de la guerra se había rematado con una traca sostenida en escabechina que pobló de tumbas sin nombre al pie de los paredones los pueblos de los alrededores, San Martín, Navahonda, Cenicientos sobre todo.
Habían conocido el pueblo y a la Seño en una de esas excursiones semifeudales en las que Flora salía a buscar criadas internas por los pueblos castellanos. Ya no las importaba desde Santander, -aún no se llamaba Cantabria, sino que formaba parte de Castilla La Vieja-, y por supuesto la señora se regía por sus prejuicios, fobias y antisemitismo acérrimo, fruto quizá de un origen pasiego poco claro pese a sus reiteradas reclamaciones de ser de pura raza aria. Un poco como las vacas de su tierra, mejorando lo presente.
Desconfiaba pues de los pueblos donde hubiera actuado la Inquisición o donde hubiera habido reagrupamientos de judíos por las persecuciones, como en áreas de Extremadura. Por eso se limitaba a un arco de doscientos kilómetros alrededor de la capital del Imperio. Castellanas viejas, decía. Las de Toledo no tienen apellidos claros, en Guadalajara no han tenido nunca donde caerse muertas. Mejor Segovia, Ávila, Valladolid o los propios pueblos de Madrid que no hayan sufrido demasiadas inmigraciones oscuras. Y con ese oscuras se refería al origen, pero también al color de la piel.
Llegaba en el coche con su hijo cojo, con Martín y más tarde ya con la Seño a modo de sargento mayor, buena para un roto, un descosido o cualquier otra tarea por ingrata que resultara, siempre que fuese de provecho para sus señores, aún renunciado a su condición de señorita de compañía para la cual había sido contratada, es un decir.
Se empezaba visitando la casa rectoral o la iglesia para hablar con el párroco, que siempre sabía de alguna moza que quisiera ir a la capital a ganarse unos pesetas o echarse un novio, o que anduviera su familia tan desesperada de dinero que aceptaran cualquier cosa para ella. A veces, si había suerte, se volvía con la muchacha en el coche, callada, procurando no ocupar mucho sitio en el asiento trasero que siempre albergaba a la Seño y al benjamín, con la postulante algo asustada ante el panorama que se abría ante ella, aunque en ocasiones con ojillos chispeantes.
Previamente se había transitado por kilómetros por carreteras de cabras y se había celebrado la entrevista con el curilla lambiscón, al que había que untar la mano con una limosna que la madre decía que no siempre acababa en el cepillo. Cuando se despedía la reunión las comadres invariablemente, hubiera o no muchacha dispuesta a partir, llamaban a voces al chófer para que ocupara su asiento al volante. Entonces Flora dibujaba una sonrisa algo desvaída, desmayada y estrábica que tanto le hacía parecerse a Bette Davies y decía que conducía ella, lo que levantaba un coro de ¡Válgame Dios! ¡Ave María Purísima! y otras expresiones semejantes entre las mujeres y algún codazo malintencionado entre los hombres.
El regreso se acometía antes de que cayese la noche por las mismas carreteras mal asfaltadas y llenas de camionetas que no se apartaban por no ceder ante el coche de los señoritos o porque de hacerlo podían caerse a una de esas cunetas que nadie sabía cuántos cadáveres podrían cobijar, hablando en voz baja madre e hijo con un ala rota en el asiento delantero, mientras que la Seño trataba de distraer al pequeño en el posterior.
Y siempre, siempre, la conductora formulaba la misma severa admonición a la primeriza:
─No se crea usted que estamos enfadados. Es que somos del Norte.
Y la Seño sonreía un poco cómplice.
Para Martín se trataba de su primer verano fuera, aparte de los meses pasados en el Salus Infirmorun, para protegerle de la polio que abatía a su hermano inmediatamente mayor y a miles de niños en una España atroz que no había podido traer la vacuna cuando se inventó por no gastar divisas en un ejercicio inútil pues ya contaba con el brazo incorrupto de la Santa y la penicilina de contrabando que pasaban en Chicote los mamporreros con traje cruzado del Régimen. Un "paralís", como le decían entonces, que no había podido con el pequeño, fuerte, algo rechoncho, y libre de “pelusas” que pudieran haberle debilitado el ánimo y el sistema inmunológico, como le hicieron saber no muchos años más tarde.
Esa fue la primera vez que se lo quitaron de encima algo que luego se convirtió en costumbre, pasando luego por Cadalso y por campamentos varios de “lobatos” y scouts en el ámbito del colegio y más tarde despachándole a Irlanda e Inglaterra.
La semilla debió prender en el segundo de sus hermanos mayores que luego mandaba su único hijo indefectiblemente y sin fallar ninguna ocasión a toda clase de colonias y campamentos, ya fueran de curas, del PCE o de los Alegres Cantores del Coro, con tal de que no le incordiara en sus vacaciones.
El padre de la Seño, Francisco, el Tío Paco, era un borracho que nunca había trabajado, y que obtenía unos magros ingresos de las tierras que tenía en cedidas en aparcería, recuperadas tras el final del conflicto civil, y que felicitaba puntual y efusivamente aunque con el debido respeto todos los 4 de diciembre al Caudillo, su tocayo y coetáneo exacto. La Casa del Generalísimo le devolvía el detalle en cartas que el borrachito guardaba celosamente y solo enseñaba a quien se dejaba, que eran pocos.
En una ocasión la Seño le machacó una mano con la puerta del Seat 1500 porque con su verborrea alcohólica no dejaba partir el coche de los Señores que escuchaban sus desvaríos de vino peleón con cara de infinito aburrimiento y ya con el motor en marcha.
El día de su llegada Martín recorrió el pueblo por primera vez, desde donde paraba el autocar, así se decía entonces, hasta la calle principal, tocado con una gorra que odiaba, sacada de la portada de un libro de
Las Travesuras de Guillermo, mientras su Seño, lo único que tuvo para él casi en exclusiva hasta que llegó el loro, llevaba su pequeña maleta de cartón negra con la ropilla blanca, algunos lápices de colores marca Alpino y un cuaderno de colorear.
Al día siguiente le bañaron sobre un balde de estaño en su cuarto del piso superior donde no había ni agua corriente ni cuarto de baño, pero sí un orinal en la bajera de la mesilla de noche. Algunos días más tarde el padre, el Tío Paco, le llevó como en un rito iniciático a la cuadra donde picoteaban las gallinas, para que se aliviara entre el heno, el barro y los pámpanos medio podridos, para contribuir a una composta excelente ahora ya enriquecida por las heces de un niño del barrio de Salamanca.
Tras las obligadas siestas, cuando el sol, ─seco y cruel, inmisericorde y beato, es decir castellano viejo─ , caía con aplomo, le sacaban a visitar la cercana fuente de donde se acarreaba el agua en cántaros, cerca del ayuntamiento. A continuación pasaban por el bar donde iba a tomar uno de sus diarios Danones de cristal, que luego ya le ponían sin preguntarle al verle atravesar el umbral de la mano del Tío Paco mientras servían casi en el mismo movimiento un chato largo del producto elaborado a mamporros en la cercana cooperativa del Cristo del Humilladero. Allí se iba a coger la primera de sus borracheras, más por los efluvios que despedían las tinas que por el vasito de vino dulzón que se bebió de un trago, entre los chillidos, siempre un punto histéricos de la Seño.
Solían salir a reunirse con unas mozas de familia medio regular al filo de la treintena que ya tildaban en el pueblo de solteronas, para a continuación todas en comandita y con el niño cogido de la mano, rendir visita al cura en la maciza y un poco amenazante iglesia cercana. Este siempre las recibía con una sonrisa condescendiente, tendiendo la mano para que se la besaran y dando un pellizco, ingenuo pero no por ello menos molesto, al pequeño, ya sin gorra, convenientemente escondida en lo más profundo de la cuadra.
Pasaban un buen rato charlando mientras Martín jugaba en el zaguán y miraba el interior con prevención genética aunque le ofreciera su frescor de piedra bautizada y tenía que tirar varias veces de la mano de la Seño hasta que las mozas volvían a besar la mano del cura con una levísima reverencia y salían por fin, ellas cogidas del brazuelo, a recorrer la cercana carretera hasta el cruce, bajo la sombra cejijunta de los chopos.
Todavía hoy recuerda los desayunos de churros recién hechos con Cola Cao, no con Nesquik que era lo que tomaba en su casa y le parecía algo de señoritos, y los cocidos al amor de la lumbre y en puchero de barro alto y estrecho que cocinaba Matilde, la mujer callada, sumisa y cariñosa que soportaba al Tío Paco sin una palabra más alta que otra.
La Seño Milagros tenía un carácter diferente, más primitivo y belicoso, más de brigada que de sargento chusquero, y aparte de aquella vez en que estuvo a punto de quebrarle varias falanges con la puerta del coche de sus señores, en más de una ocasión había sacado al autor de sus días a empellones del bar calle abajo, hasta que el pater familias como gustaban de decir los curas, le tenía que recordar que era su padre, la autoridad emanada de dios y encarnada en el patriarca. Curiosamente la misma teoría que mantenía el padre del niño, prácticamente abstemio pero nacido de la misma cepa retorcida del nacional catolicismo.
Pepita, la otra hermana que trabajaba en un colegio de Madrid del Auxilio Social, regido por una falangista enfundada en una camisa azul que apenas contenía sus ubérrimos pechos, más lista y más fina de cuerpo y alma, arrebataba al padre de los empujones de su hermana y le llevaba al patio trasero, en la antesala de la cuadra, a que le diera el aire.
Antonio, el tercero de la prole nunca venía al pueblo, siempre metido en su uniforme gris y en su chiscón de la portería de una casa bien de la calle Zurbano. Allí la hermana llevaba a Martín en las tardes desmayadas de agosto, un lugar antipático donde no le dejaban tocar el latón recién pulido del pasamanos de la escalera. Se trataba de ocasiones escasas en que no iban al Retiro a reunirse con el otro Antonio, con teja y traje talar, consejero espiritual que tanto odiaba el niño por arrebatarle las atenciones de su Seño, y que acabaría con sus melifluas regañinas mendaces mecidas en el aire acondicionado del Vaticano, como decía Rubén Blades.
Ciertamente en su primer paseo solitario le había descalabrado un chaval del pueblo que se había reído además de su vestimenta de señorito de ciudad, lo que hizo que la Seño batiera el récord mundial de los 200 metros con falda estrecha y recatada hasta coger al apedreador y darle una somanta que a poco le desgracia, pero su vida en el pueblo era feliz, centro de atracción y atenciones de todos, excesivas las del grupo de solteronas, es cierto, y algunas otras tóxicas, como cuando se hinchó de higos puestos a secar sobre mantas tendidas fuera de la sombra tísica de los galpones de las casas, bien jaleado por los lugareños, lo que le produjo un cólico de campeonato.
Fue la primera vez que conoció al primo de la Seño, médico con consulta a pie de calle en la Avenida de América de Madrid, corucho de pura cepa, nunca mejor dicho y republicano hasta el hueso, que aún conservaba colgada en su casa de Cenicientos una bandera tricolor colgada en el saloncito, lo que le había valido varias llamadas, no detenciones en sí, al cuartelillo de la Benemérita. Luego las visitas de Martín a la consulta, cercana a la casa de sus padres se hicieron frecuentes, más por afición de la Seño por hablar con su primo el rojo que por necesidades hipocráticas, con el niño encantado porque siempre, siempre, el azañista le invitaba a un yogur en el bar cercano y certificaba que estaba como un toro, o “como un becerro” como apuntillaba.
También se corrió por el pueblo la especie de que el muchacho sabía bailar el twist, algo de lo que Martín había alardeado en el Ultramarinos donde compraba todas las tardes sin falta su onza de chocolate que el dueño partía con un cuchillón tipo guillotina con el que también cortaba el bacalao, lo que prestaba al producto, hijo de los más seculares algarrobos del terruño, un aroma salado que más tarde los más conspicuos chocolateros suizos copiarían como reclamo de su excelencia un poco esnob.
A Martín no le quedó más remedio que bailar el twist sin música pero enrojecido hasta la raíz del pelo recién cortado por el barbero del local anexo que llevaba varios días reclamándole una demostración.
Entre las brumas de su memoria se le aparece el teleclub del pueblo, uno de los primeros auspiciados por Fraga, donde iba a ver los dibujos y algún partido de fútbol en que no se distinguían ni las porterías entre la nieve analógica del mamotreto y del que salía indefectiblemente con los ojos rojos por las interferencias pero también por humo del tabaco de picadura que fumaban los paisanos uno tras otro y que nunca, nunca, le dejaban liar.
Fue al pueblo de nombre oscuro durante varios veranos, envidiando de refilón la suerte de su hermano poliomielítico que visitaba Francia -donde le veía el Doctor Trueta, médico famoso, exiliado por rojo-, y Suiza acabando varias veces en Mallorca como recompensa que aliviara la mirada triste y algo perruna del joven enfermo.
Pero fue feliz con su Seño, con su primo, casi un médico particular, tan chulo y tan simpático, con el Tío Paco, al que había perdido el miedo y se le reía en las barbas imitando sus balbuceos de borrachito. Disfrutó la magra piscina del pueblo, con unas patatas fritas casi tan buenas como las de la calle México de Madrid que devoraba cuando salía del cercano Club Santiago, el complejo deportivo que más ha hecho por el colectivo LGTBI y otras hierbas, con sórdidas piscinas separadas por sexo, (el que figuraba en el DNI), y unas mesas de ping pong de piedra donde cascaban las pelotas tras el mate de algún alborozado jugador no convenientemente prevenido.
Muchos años más tarde, ─tras haber pasado la única etapa inocente de su infancia en Cadalso, tras haber aprendido a tirar piedras casi tan bien como los mozalbetes cadalseños, a bailar el twist cada vez peor, a no atracarse de higos secados al sol, a beber buen vino, jamás del denominado embocado, a comer chocolate salado de marca suiza, a no ver televisión prácticamente nunca y a sonreír con algo de suficiencia a las mozas casaderas antes de prenderse de sus manos para dar un paseo vespertino─, volvió al pueblo acompañado del mayor de sus hermanos y no reconoció ni la geografía, ni casi a la Seño y por supuesto tampoco a sí mismo ni a su pasado, como ya le empezaba a ser habitual.
Comieron en su casa, en la que estaba pasando una temporada la hija, con un síndrome de Down profundo, fruto de ser primeriza a los cuarenta y tantos, traída al mundo por una madre ignorante, católica a machamartillo y algo asilvestrada. La dejaban salir algunos días de la cercana residencia especializada para que pasara con su madre una temporada en que apenas fijaba la vista, musitaba algún sonido y aguantaba sin pestañear y sin queja aparente las lágrimas calladas de su madre, que se le desbordaban cuando sostenía unos segundo al menos la mirada errante y vacía de su niña.
─Yo lloro mucho, hijo. Pregúntale al párroco. Voy a misa, confieso y comulgo todos los días y me doy consuelo.
─No gracias, Seño. No vaya a ser que me ponga otra vez a limpiar el altar de la capilla sin pisar la reliquia enterrada del santo. Porque hoy la pisaría con saña –contestó Martín sin perder su sonrisa algo torcida.
Carboneras 29 de julio de 2018
A la Seño Milagros, recién fallecida, in memorian